jueves, 13 de diciembre de 2012

El Partido Popular trata a los pensionistas como delincuentes


 

Estoy jubilado. Recibo una llamada en mi domicilio. Quieren que apoye con mi presencia una moción en contra del recorte de las pensiones en un Pleno del Ayuntamiento de mi ciudad. No he comido. Son las primeras horas de la tarde. Acudo. 

Hay un centenar de personas.  Una gran pancarta. Saludos. Emoción. Aunque el Pleno es en el Salón Capitular y hay pocas cosas mas públicas y de propiedad colectiva que un Ayuntamiento,  hay que “acreditarse”. Milagros de una “democracia” enlatada.

 Sus “señorías” están almorzando. El Pleno está suspendido por veinte minutos.  Son las cuatro y cuarenta y el acto no se ha reanudado.  Democracia retrasada. Y comilona.

Llega el turno. Dos dirigentes sindicalistas se ha inscrito para intervenir. Les dan la palabra. German, de UGT, es un viejo rockero del sindicalismo, trabajó como emigrante en Brasil y Alemania, su voz suena un punto violenta, pero es firme, contundente, se dirige a la bancada del PP: “Nos estáis robando”. “Estáis metiendo la mano en nuestra cartera”. Los interpelados, repeinados, con corbatas de seda de brillantes colores, palidecen.

Antonio, de CC.OO, telefónico, es un veterano sindicalista, de una familia transversal de luchadores antifranquistas. Sus modales son refinados, educado, tiene apostura de buen parlamentario. “No sólo recortáis nuestras pensiones, es que queréis acabar con el sistema público. No lo vais a conseguir”.

El silencio se hace espeso. Los de la gomina y las concejalas  fashión tragan saliva. Le dan la palabra a un portavoz, más pijo y repeinado que ninguno. Verbo clónico. Habla como Aznar, como la Sáenz, argumento infantil: “Dónde estabais cuando Zapatero recortó las pensiones”. ¿Pregunta o acusa?

Yo lo se. En el mismo sitio. En la calle o detrás de la pancarta- que estaba hecha y es la misma de hace tres años-. Conozco a todos.  He discrepado y competido sindical y políticamente, de manera dura, con muchos de ellos, pero los conozco. Son gente cabal, honesta, consigo mismo y con los demás.

Hay un dictador de andar por plenos, antiguo y eterno militante de AP, que votó en contra de la Constitución y del Estatuto de Autonomía, que ha llegado hace un cuarto de hora a la democracia y que ahora ejerce de “moderador” y presidente del Pleno –no es el Alcalde Presidente que está refugiado en tablas- que no le da la palabra a los interpelados.

El círculo vicioso-virtuoso, yo te insulto-pregunto y mi colega presidente no te da la palabra. Así la corbata verde no me aprieta. A los insulto-interperlados,  que no se callaron con Franco ni con Fraga, se le atragantan cincuenta años de lucha en la garganta. No se callan.

Y el dictador, digo el presidente, nos expulsa del Pleno. A todos. A los interpelados sin voz, a los que fueron clandestinos cuando la calle era de un gallego montaraz, a los que tienen el pelo blanco y a los que no tienen ninguno y no han almorzado.

Voy por los pasillos de unas Casas Capitulares que yo ayudé a inaugurar, hace veinte y algo años, escoltado por recios policías locales que nos miran y dirigen como a delincuentes. Los que van conmigo, camino del frío y de la noche, son personas que me provocan un sentimiento que trasciende de la admiración. Son mis iguales, mis amigos, mi condición, mi generación, mi clase. Por encima de mis disputas en tajos, mítines y asambleas, los quiero, son los míos.

Son gente dura, honrada, podían estar, a sus sesenta y muchos años, al calor de la estufa y de su sillón, cuidando a sus nietos o a sus hijos por los que han hecho jornadas interminables de trabajo y de lucha personal. Pero no, están ejerciendo un noble derecho de una democracia por la que han luchado más que nadie: el de protestar, el de no resignarse a que le roben o atraquen.  Hay en ello una grandeza. Frente al terrorismo social de los paracaidistas de la democracia sobrevenida.

Rememoro la intervención de Antonio: “No los vais a conseguir”. No. No van a conseguir que nos sintamos delincuentes por más que un talibán de la derechona franquista nos expulse de la Casa de Todos, por más que una decena de  jamelgos de “su” orden nos rodeen con porras y pistolas reglamentarias. Tenemos algo que ellos no tendrán nunca: dos legitimidades, la histórica y la personal. Ellos sólo tiene sus corbatas verdes, sus concejalas fashión –mitad rayos UVA y mitad colegio de monjas- y cuatro porras prestadas.

A la salida del Pleno, en la calle, comprobamos que el dictador que votó en contra de la Constitución ha pedido refuerzos para su democracia de cartón piedra. Hercúleos guardias nacionales, los antiguos grises, cuidan de que un centenar de ancianos, “rojos de mierda”, no pongan en peligro ni a la mayoría absoluta ni al sistema, ese que está hecho de silencios impuestos, robos y atracos decretados.  Y demócratas de hace un cuarto de hora.

Afuera, en la calle, están el frío y la noche. Y un sistema social, trufado de terroristas sociales y talibanes de pasado y presente totalitario.   Y,  quizás, el fascismo.

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