El “romano” vestía una capa azul,
con calzas bordadas de color morado, una coraza plateada o “pecho lata” y un casco con plumas rojas y blancas. Era un
prejubilado de banca que pasaba la mayor parte de su tiempo entre el sofá de su
casa o jugando al dominó en el “casino de los ricos”, sin embargo se iba a
pasar las siguientes 72 horas “patrullando” las calles de aquel pueblo andaluz,
con una pica metálica de dos metros “prendiendo” a cristos amarrados, humildes
o flagelados.
El “Imperio Romano” de aquel
pueblo -con un cincuenta por ciento de la población en paro- celebraba “la
Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo”, ocurrida hace dos mil años, mientras
atacaban platos de flamenquines de jamón y botellas de moriles en bares,
chiringuitos y restaurantes de todo el casco urbano de la localidad, lo que se
reflejaba en el paso más titubeante que marcial de aquel cuerpo de élite del
borracherio cuaresmil.
Para conmemorar la “madrugá”, a
su lado, un nazareno con hábito morado y capirote negro, portaba en un cojín no
un objeto sagrado: una corona de espinas, un libro de reglas o un cáliz medieval
sino un tricornio de Guardia Civil, que era el Hermano Honorario de una
Hermandad que procesionaba a una “dolorosa”,
de una más que dudosa calidad artística o imaginera en cuya presidencia
se integraba el concejal más conservador de la conservadora Corporación
Municipal y el Comandante de Puesto del Benemérito Cuerpo.
En aquel pueblo siempre había
habido grandes diferencias sociales, unos pocos señoritos de cortijo y casino y
muchos pobres, jornaleros contratados en la “plaza” cada día de cosecha, y la
Benemérita siempre también, había cuidado muy mucho de conservar el status de
cada quisque y la sacrosanta propiedad privada. A mayor cantidad, más privada y
sacrosanta. Por eso eran hermanos honorarios de aquella santa hermandad que
desfilaba, entre el humo de los altares, la tarde del Jueves Santo, mientras un
coro de ánimas cantaba: “Perdona a tu pueblo Señor. No estés eternamente
enojado”.
Otros arrastraban cadenas -al
fondo de las Españas-, un clérigo leía desde un balcón y con un micrófono un
pasaje del Evangelio en el Huerto de Getsemaní, lleno de judas y de traiciones
y el “Imperio Romano” –cien tíos más grandes que carros- iba a lo suyo: a lucir
su palmito pecholatado ante la pequeña multitud, engalanada con corbatas,
trajes de chaqueta –moda Corte Inglés- y tacones inverosímiles para las
empinadas y empedradas calles del pueblo.
Después del Domingo de Resurrección
los alrededores serranos del pueblo se llenarían de espárragos silvestres y los
parados rifarían manojos de ellos, recolectados en larga caminata, en los
casinos de ricos y pobres del pueblo y alguien prepararía una tortilla que sabría
a incienso, a paro, a romano con coraza de lata, a cura preconciliar y a
tricornio de Guardia Civil –puesto en un cojín-.
¡Viva el Imperio Romano!
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