jueves, 6 de marzo de 2014

Un país con sangre pero sin muertos (II)


Erase un país donde la vida pública apestaba,  pero en ese país donde “tanto” se respetaba la vida y los derechos humanos no había producido grandes condenas. Ni siquiera pequeñas, sólo alguna estancia, casi vacacional, de dos semanas en la cárcel de algún banquero, víctima, cómo no, de la prevaricación de algún juez inoportuno, procesado y expulsado de la tan noble carrera judicial por prevaricación. No, para nada “las grandes influencias” de aquel país garantista y ejemplar en la persecución del fraude y la corrupción había influido para que el banquero saliera de la cárcel, casi como un  héroe, por la simple acción de descolgar un teléfono un  importante bigote.

Colorín colorado, el banquero cambio el pijama a rayas por el de feliz desposado de su tercera esposa y emprendió un maravilloso viaje a islas, playas, safaris y aventuras sin fin con cargo a su peculio, ganado honradamente con su abnegado trabajo y para nada estafando a miles y miles de pensionistas, alguno ciego o parapléjico y  medio analfabetos.

El país podía vivir en paz. La ejemplaridad y la Conferencia Episcopal eran los garantes de su privilegiado “orden moral”. Los debates en el Parlamento fluían con ejemplar democracia, se respetaban los derechos sociales y el bienestar de los ciudadanos. Se aprobaban leyes equitativas, justas, donde no se orillaban los derechos de nadie, y menos que nadie de los trabajadores, mujeres, jóvenes o pensionistas.

Todos los ministros eran impolutos en su ejecutoria personal, dimitían apenas tosía mal su gato y habían hecho de la lucha contra la corrupción y los privilegios de las minorías una auténtica cruzada.

Había una banca ejemplar. Respetuosa con los principios liberales de la no intervención del estado y la libre empresa. Atendían sus compromisos desde sus propios recursos y el crédito fluía fácil, “política de emprendedores” decían desde las altas tertulias de los equilibrados medios informativos afines a tan buena gobernanza. No había periodistas pelotas, ni el dinero de los obispos se empleaba en canales ultramontanos que dijeran que la masturbación ya era un crimen contra la vida.

La vivienda propia era un bien sagrado. Si alguien no podía pagar una hipoteca se buscaban mil y una fórmulas para facilitar su pago y jamás había un desahucio, que por otro lado, prohibía la sagrada Constitución,  entre inciensos, loas y tal. Los partidos políticos eran diáfanos en su financiación, no admitían donaciones ni influencias de empresarios para la obra pública. ¡Jamás!  No pasaba como en otros países donde los dos principales partidos se habían reunido con agosticidad y alevosía y habían aprobado, sin la más mínima consulta a los electores, que el pago de la deuda era lo primero de lo primero.

¿Y el empleo? ¡Qué decir del empleo ¡Todo el mundo trabajando, con un salario mínimo justo, que atendía las necesidades de los que por una infinita desgracia no tenían acceso a los elevados  sueldos de los profesionales medios.

En aquel país no había pobres. Ni niños sin alimentar ni escolarizar. Todos tenían acceso a la enseñanza superior, las becas eran fáciles y generosas y la sanidad era la joya de la Corona. Hablando de la Corona, era respetada por todo el mundo. El anciano rey no era un borracho putero que cazaba elefantes y mantenía a una amante rubia con el dinero de todos. Para nada.

¡Y sus hijas y yernos! Ejemplares. Jamás había intrigado ni extorsionado a nadie para obtener dinero, palacios o yates. Todos eran iguales ante la Ley, todos los días, no solo la noche del 24 de diciembre.

Hasta aquel país de felicidad y finiquitos diferidos llegaban los ecos, sólo, de otros países donde la violencia popular había hecho revoluciones y ajustes de cuentas: banqueros colgados de puentes, políticos ladrones llenando las cárceles, partidos ilegalizados, jueces y fiscales corruptos limpiando letrinas y reyes (y sus yernos) embarcando para Roma o Nanclares de Oca.

El telón todavía no se ha levantado. La opereta sigue.

 

Nota. Este artículo anula y sustituye a otro con el mismo título, jacobino y revolucionario, apologético con la violencia, que “las fuerzas del bien” obligaron a sustituir y eliminar por el bien de todos, España y su Revolución Nacional peperista.  Tercer año triunfal.

 

 

 

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