viernes, 30 de marzo de 2012

La huelga de las luces encendidas a mediodía


Te levantas y ves la realidad como un gran zumo de naranja. Hay un silencio total. Espeso. No quiero consumir nada, no caliento el cuarto de baño, no abro el ordenador, descongelo el pan y desayuno oyendo la radio. Un parco boletín de noticias.

Salgo a la calle y aunque ya son las once parece un día festivo. Apenas circulan coches. Los bares y locales comerciales están cerrados o con las persianas bajadas a tres cuartos.  Me aproximo a las calles del centro y voy encontrando algún local abierto.  Sin cliente alguno. Algún banco con más policías que clientes. Los dueños de dos establecimientos abiertos comentan la jornada: -Nada de nada, dice uno.  –Ahora pasa la manifestación por aquí y hay que cerrar, contesta el otro. –De todas maneras, es igual,  replica el primero, no va entrar nadie.

Un gentío de tipología específica confluye al lugar de inicio de la manifestación.  Sudaderas, zapatillas de deporte, tejanos.

Una masa ingente se pone en marcha bajo un sol, casi de justicia. ¿30.000? ¿¿40.000? La concejala de Tráfico, del PP, que sabe contar muy bien dice que 10.000.  Vale, tómate algo. Seamos los que seamos nunca una manifestación ha tenido tantos asistentes. Y es la cuarta en 45 días. Se llenan cuatro avenidas. ¡Y luego diréis, que somos cinco o seis! Y lo dicen, la podredumbre intelectual y política de esta clase no tiene límites.

Desde las altas terrazas de la burguesía contemplan, como un espectáculo para sus conciencias de convoy, a la masa en la calle. ¡No nos mires, tírate! Eso que se  tiren, del sofá y la telebasura.

Pasamos por la puerta del Corté Inglés. Emblema del comercio protegido con cargo al erario público. Una mesnada de fieros policías protege sus puertas. Abucheo general. Algún cliente, con bigotillo fascista desafía, reta con su mirada de ex combatiente de la División Azul a cuarenta mil manifestantes.  Se le ignora. ¡Sólo el fascismo te hará esclavo! La vida es una ficción en la que Gary Cooper muere de verdad, forastero.

La cabecera de la manifestación llega a su destino. Una plaza, de las Tres Culturas, de 50.000 metros cuadrados. Esperan durante tres cuartos de hora, no paran de acceder manifestantes, una marea de banderas rojas y pancartas. No pueden esperar más y el empieza el acto. Se canta el himno de Andalucía. Con rabia, con ardor, otra marea de puños cerrados y manos andalucistas extendidas. Llamo por el móvil a una amiga, nacionalista catalana, quiero que oiga como cuarenta mil  almas cantan aquello de “Andaluces levantaos, pedid tierra y libertad…”  el himno tiene resonancia de bulerías….  Me emociono y pienso que el día que el andalucismo estalle será imparable.  Termina el acto y sigue entrando gente a la plaza.

Nunca tantos estuvieron en contra de tan pocos. Y de sus leyes. Y de su injusticia. Y de la esclavitud que conlleva.  Y de su altanería. Y de su sinrazón. Han tenido que encender las luces del alumbrado público a mediodía para enmascarar el bajo consumo eléctrico. Su ruindad está a prueba de contadores.

 Regreso a mi casa entre la luz cenital del mediodía y los antros esquiroles  de la burguesía.  Hay muchos bares y terrazas abiertos. Con un tipo de gente sobreactuando de la normalidad.  Gente que se cree importante y con criterio, le llaman “chusma” a los manifestantes y algunos lucen insignias del PP o de la enseña nacional en sus solapas. Todos los conocemos.  Pero presumen de civilizados, modernos  y de demócratas. Oigo parte de sus conversaciones: “El rojerío y la chusma, que no aceptan la democracia”.  Ellos si la aceptan. La matan por la espalda a cada instante, pero la aceptan. Son el facherio.

Algo me alegra la vista. Una hermosa joven, larga melena morena al viento, pasea su físico privilegiado, ondeando una bandera de la UGT (¡Qué lástima, yo soy de CC.OO!) por entre los bares repletos de esta fauna. Vuelve de la manifestación y está, legítimamente, orgullosa de su físico, de su sindicato  y de su clase. No ha arriado su bandera y regresa a su casa provocando la admiración, la envidia y el rechazo.  Aquella masa de mosquitos fascistas que presumen, en privado, de ser una raza superior, queda derrotada por la comparación.  En toda regla.

Aquella joven, orgullosa de su  bandera de UGT es mucho más que un símbolo. Se me vinieron a la cabeza las imágenes de “Muerte en Venecia” de Visconti. Sobrevolando por entre la cerveza provocadora de aquel magma decrépito de incivilidad,  los acababa de sentenciar.  A muerte, probablemente.  Biológica y política.

Sus representantes o lacayos, en el parlamento, en el municipio o en todas las cavernas mediáticas de la mentira y el engaño oficial  gobernaran dos, tres o cuatro años. Seguirán encendiendo el alumbrado público a mediodía y hablaran de fracasos, según el guion prestablecido.  Pero poco podrán hacer ante la energía que genera la injusticia, la razón y  la juventud.  Del sano y vital orgullo de una clase, tan mayoritaria como maltratada.

Tienen los días contados. Yo tampoco arrio mi bandera.

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