Los acontecimientos que están ocurriendo en Córdoba con la masiva inmatriculación de bienes públicos por parte de la Iglesia rebasan todo criterio de racionalidad y se inscriben dentro de lo puramente arbitrario, cuando no delictivo.
Apropiarse, por medio de una ley obscura
y preconstitucional, del monumento emblema e icono de la ciudad, la Mezquita, y
ahondar en su particular itinerario de rapiña, hasta en el cambio de nombre, es
toda una categoría, mucho más cercana al sectarismo doloso que a la supuesta
aconfesionalidad de un también supuesto estado de derecho.
Pero la perplejidad del ciudadano
atracado y atropellado no queda ahí. Con cuenta gotas van apareciendo nuevas
inmatriculaciones, todas hechas con ocultamiento y sin publicidad alguna, lo
que no deja de ser una prueba de su ilicitud, sino que en un paradigma que
sería hilarante sino fuera trágico, la voracidad infinita de estos iluminados,que
ofertan en su ideología que su “reino no es de este mundo”, se apropian alevosamente hasta de la plaza pública.
Todo este confinamiento de la
razón, todo este atropello a la “res pública”, no sería posible si no contaran
con el servilismo y la impostura de unos mal llamado representantes de la
ciudadanía, que anteponen su adoctrinamiento, su alianza de poderes pasajeros
entre la codicia eterna y sillón provisional.
El papel del Ayuntamiento,
Alcaldía y ediles es un cuerpo místico de impudicia. Bienes seculares del
pueblo, obras costeadas por sufragio de menesterosos, plazas de tránsito de
personas, ideas y culturas, son privatizadas en un aquelarre oculto e inscritas
a nombre de la avaricia con sotana. Es la constatación que nuestra supuesta
democracia se sustenta, en realidad, sobre dos únicos pilares: la corrupción y
la desvergüenza.
No estamos ante unos hechos
localistas ni ante una demanda del aldeanismo. Estamos ante un robo
institucional y hecho en el salvífico nombre de la vida eterna. Si las
instituciones, imaginadas como defensoras del bien público, no reaccionan a
nivel local, autonómico y nacional, estaremos ante uno de los fenómenos que
lastraran la raíz no solo de la democracia, sino de la más elemental organización
de la sociedad.
Substituiremos la fe en los
valores por el más absoluto descreimiento. La libertad por la agonía. La
democracia por el incienso.