martes, 31 de diciembre de 2013

La Nochevieja que no cambia nada


Cuando esta noche suenen las doce campanadas del año nuevo, la humanidad se dividirá en dos. La mitad harán el gilipollas dando gritos de una alegría, por la que nadie sabe el motivo real, haciendo sonar trompetillas entre una lluvia de serpentinas, después de atragantarse con unas uvas sin lavar.

Y la otra mitad se sorprenderá todavía viva, atravesando el páramo de una crisis que nunca se acaba, una Nochevieja que no se lleva nunca a la indecencia y a la corrupción y que se expande por nuestro universo más cercano, a la velocidad de la luz.

Un año tarda la Tierra en dar la vuelta a Sol, pero detrás de cada giro no cambia casi nada, sólo los espejos son testigos de que nuestros rostros cambian. Algunos eligen el camino de aturdirse hasta la burbuja para intentar escapar de esta realidad. Gritan ¡Feliz Año Nuevo! como posesos y siguen el viaje de otros 360 grados con destino en la misma nada del siguiente año.

No sé porque extraño atavismo yo me acuerdo, cada fin o principio de año, de las personas que me han formado, las que han hecho mi realidad a lo largo del medio siglo y pico que me configura. Me acuerdo de Balsera, de Manolo Rubia, de Julio Anguita y de lo que he aprendido de ellos.

Me acuerdo de que Manolo Rubia se indignaba cuando alguien, normalmente indolente social, le entraba un arrebato revolucionario y decía de coger una metralleta para acabar con todos. “No me sirve esta gente, la gente que tiene valor es la que, indignada socialmente, trabaja, sin metralletas, cada día, cada segundo”. Decía.

Al fin y a la postre,  la lección definitiva que aprendí de Rafael, Manuel y Julio es que siempre hay que renovar nuestro compromiso contra la injusticia.

A mí no me sirve la gente que jalea el “Feliz Año Nuevo” pero te jode al día siguiente.  Valoro lo que he aprendido y valoro mi gusto por la vida. Me rebela la injusticia social que aprecio en el mundo, en el país y en mi ciudad, pero me sigue gustando tomarme un medio de moriles al mediodía, en la taberna de Salinas, pongamos por caso.

La felicidad no es la que te desean en el año nuevo. Para mí la felicidad suprema es tumbarme al sol en la playa de Es Trenc y degustar la plenitud del mar, los astros y el sabor del pescado,.. todo lo que mi congelada pensión me permita. Ese manto de Penélope que intentaré volver a tejer cada verano, ganándole golpes al destino y a las estrellas. Y lo es también la ternura sin edad, el beso y el susurro con la persona amada.

No hay que pedir nada que ya no tengas, que no merezcas, que no te esfuerces por alcanzar.

Sólo existe una salida para cambiar un mundo que no nos gusta. Luchar cada segundo por cambiarlo pero no olvidarse de sentirse vivo disfrutándolo.

No sé si tendría que desear Feliz Año Nuevo a mis amigos y lectores, por si acaso, lo hago. Al fondo de cada año sólo está el otro. Y el que sea más o menos feliz, en buena parte, depende sólo de nosotros mismos.

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