Desde el pasado lunes cualquier empresario de nuestro país puede cambiar la categoría laboral, la jornada y el sueldo de cualquiera de sus trabajadores. Puede despedirlo con una indemnización que nunca superará una anualidad de su sueldo -en la mayoría de los casos casi gratis- y no estará obligado a regirse por un convenio colectivo.
En este momento, triste y doloroso, uno no puede sino echar la vista atrás y situarse en la España de los sesenta del pasado siglo. Una dictadura sangrienta e histriónica lo dominaba todo. Se cantaba el “cara al sol” en las escuelas y las manifestaciones de protesta de los trabajadores de la construcción, pongamos por caso, se disolvían a tiro -a dar- limpio.
Unos hombres y mujeres íntegros, esforzados, se reunían a escondidas, guiados por un sentido de dignidad y rebeldía para organizar y defender a los trabajadores. Marcelino, Nicolás, Macario, Salce, Soto, Saborido, el cura Paco… Se pasaban tres días en la cárcel y uno en libertad. Pero hicieron que otros se les sumaran, que se plasmaran reivindicaciones, que las cosas se discutieran y aprobaran en asambleas.
Fue una lucha tenaz, dura, robando horas y horas a la seguridad propia y a la familia. Dejándose girones de piel en magistraturas y despachos laboralistas, pero la semilla germinaba, los convenios colectivos recogían derechos en sueldos, categorías laborales, seguridad e higiene en el trabajo…
Aquel esfuerzo colectivo maduró y trajo la democracia a nuestro país, como un bastión casi tan importante como el que desarrollaron los partidos políticos frente a la podrida dictadura, con episodios de sangre derramada ante el plomo fascista, como el de un oscuro piso de la calle de Atocha.
En mi realidad provincial y cercana, hombres (y mujeres) duros y sensibles a un tiempo, como Manolo Rubia, Emilio Fernández, Ildefonso Jiménez, German Toledo, García Rúa, Eduardo Cerezo, Filomeno Aparicio, Rafael Martínez, Antonio Hens, Mari Carmen Santiago, Rafael de la Peña, Frasquito Ojos Claros, Ildefonso López, Juan de la Cruz, Manolo Caballero, José Mari Fuentes, Paco Cáliz, Fernando Vico…es decir, socialistas, comunistas, anarquistas, cristianos de base y hasta falangistas, daban lo mejor de si en construir y edificar, sobre secano, organizaciones, sindicatos, ramas y modelos personales de compromiso e integridad para fortalecer los derechos y la dignidad de un sector de la sociedad: el más desprotegido y castigado.
Desde el pasado lunes, ese esfuerzo generoso, esa inversión en vida e ideología del hombre nuevo ha sido tirado por la borda por unos “okupas” de la democracia y hasta tenemos que oír que un aborto de ella –de la democracia- como Dolores de Cospedal diga que los autores y perpetradores de este terrorismo masivo son “el partido de los trabajadores”.
Los tuétanos de Marcelino y Filomeno se estarán removiendo en su tumba, pero, ya basta de lamentaciones.
Rubia –con tus tres válvulas en el corazón-, Germán, Eduardo, Laure… , hay que coger de nuevo la carretera y la manta, el megáfono y hasta el ciclostil y la vietnamita y volver a las escaleras de las fábricas, a las plazas, eras y cortijos de los pueblos, a las obras y a los despachos enmoquetados de los bancos. Con nuestra voz y nuestra idea.
No podemos permitir que una niñata del Opus disfrazada de ministra, un banquero estafador que se ha caído de un guindo o un negrero esclavista, invertido registrador de la propiedad, hagan humo y cenizas de nuestro esfuerzo.
Con la mirada fija en el horizonte, recogiendo los restos del destrozo, tenemos que volver a la carga, como Sísifo, con nuestra roca. Montaña arriba. Esa es nuestra biografía.