Erase un país donde, de pronto, desaparecieron
sus cinco millones y medio de parados. También desaparecieron sus cinco
millones de pobres y los dos millones y medio de niños que apenas comían una
comida al día empezaron a tener un problema de obesidad mórbida gonzalera.
Todos los jubilados y
pensionistas, desde aquel feliz día, proclamado por su presidente, comenzaron a
percibir una pensión digna y no tener que pagar por sus medicinas, debido a que
ya lo habían hecho en su largo período de vida laboral a través de sus cotizaciones.
Las entidades bancarias aplicaron
la legislación supranacional que consideraba a la vivienda propia un bien
esencial y no aplicaron los miles y miles de desahucios diarios que hacían en los
malhadados tiempos de la crisis y los rescates de sus agujeros con el dinero de
todos.
Todos los hospitales públicos que
habían sido privatizados o cerrados, reabrieron para formar una Sanidad Pública
eficaz, universal y gratuita y los colegios públicos fueron ejemplo de una
educación igualitaria, laica y cívica.
El Estado se hizo laico, de
verdad, y las organizaciones religiosas se financiaron de sus feligreses,
pagaban sus impuestos y devolvieron al erario público los innumerables bienes
inmuebles que habían rapiñado, escriturado e inmatriculado a su mitrado nombre.
La Justicia volvió al principio
de “todos iguales ante la ley” y su acceso también fue universal y gratuito.
Los jueces juzgaron y condenaron, con rapidez y en corto plazo, a duras penas
de cárcel a los partidos corruptos, que
se habían financiado ilegalmente y a los miles de sus militantes pillados
robando, trinconeando y corrompiendo.
Desaparecieron los cárteles
informativos, las cavernas mediáticas, que ocultaban y alteraban la verdad y
las noticias, la televisión paso a ser culta y entretenida, y también desaparecieron
los programas basura y el destripamiento hueco de los débiles mentales.
Las leyes laborales, basadas en
el principio de equidad, protegían a los trabajadores, jóvenes, mujeres y ancianos.
Los sindicatos eran pilares de sociedad y los derechos de manifestación,
expresión, opinión y huelga estaban plenamente garantizados.
Las identidades de los pueblos,
antaño oprimidas o sojuzgadas, pasaron a reconocer el derecho de
autodeterminación, el de la propia lengua y tradición. Las leyes electorales
garantizaron la proporcionalidad absoluta de las distintas opciones, se votaba
y opinaba colectivamente sobre todos los temas de interés público y dimitían instantáneamente
los políticos imputados o procesados.
Volvieron los millones de jóvenes
e investigadores que estaban en el obligado exilio, la deuda privada de bancos
y particulares fue sufragada por los que verdaderamente la tenían y habían
producido, el déficit público no era equivalente al PIB, la Constitución
garantizaba eficazmente el derecho al trabajo y a la vivienda y las grandes
fortunas y empresas no defraudaban, como en los tiempos de la crisis, el
ochenta por ciento de los impuestos que tenían que pagar.
Y, efectivamente, cuando el poder
popular cortó el cuello a todos los ladrones, mangantes y mentirosos que habían
producido la crisis, esta pasó a ser historia.
Y colorín, colorado, este Mariano
está acabado.
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