(Basado en un relato de Manuel Vicent)
Estaba en la terraza de un bar leyendo el periódico y de
pronto se enteró de que había habido elecciones generales pero él no se había
enterado de nada, porque el acordeón sonaba igual y las noticias del periódico
eran exactamente las mismas.
Algunos diputados eran imputados por asociación criminal,
alguien había grabado a otro alguien triturando documentos reveladores de una
contabilidad en B y un ministro revelaba que tenía un ángel de la guarda
particular cuando iba a aparcar su vehículo. El músico indigente continuaba
tocando y el sol de enero brillaba sin calentar.
Comenzó a sospechar que algo raro había sucedido cuando en
el televisor de la terraza cubierta, vio a una diputada dar el pecho a su bebé
en su asiento parlamentario, mientras otra jugaba al Candy Crash en el suyo de
la vicepresidencia.
Después vio a un tipo sin corbata, apoyado en el escaño de
otro muy encorbatado, con cara de empleado de Banca en excedencia, debían de
estar pactando como repartirse algo, pero no le importó demasiado porque parecían
el mismo diputado en dos personas distintas.
Todo era tan igual, tan normal, que aquel hombre siguió tomándose el
aperitivo en aquella terraza, una mañana de enero, bajo los árboles fríos y dorados.
En la terraza había parejas jóvenes con niños y un caballero
con aspecto de militar retirado observaba atentamente cómo en el alcorque de
una acacia defecaba su perro. A fin de cuentas, el cambio de parlamentarios, era algo tan lampedusiano, como la caca de un
perro: “Que cambie algo para que nada
cambie”.
Pensó sobre el tiempo que había pasado en la anterior
legislatura y se llevó una sorpresa al
comprobar que de los últimos cuatro años solo recordaba una acción abortada de rodear
el Congreso, los siete colores del arco
iris y la espuma de la cerveza que en el
verano se había tomada en la playa.
En ese momento alguien se acercó a pedirle fuego y después
de prender el cigarrillo, le preguntó: "¿Se sabe ya quién va a ser el
próximo presidente?". “Todo está pactado y bien pactado”, le contestaron. Consúmmatum est.
Cuando el músico mendigo cesó de tocar el vals con el acordeón,
le tendió una lata de cerveza pidiéndole
limosna y el hombre le entregó una moneda acuñada con la efigie de un rey, cuya
hermana se sentaba en banquillo judicial esos días.
A su alrededor
sucedían estos hechos curiosos, aunque, en realidad, la única prueba de que
había habido elecciones era que un señor con barba, con acento gallego, ya no
se sentaba a leer el “Marca” en un despacho con banderas y escudos de algo indefinido,
con sabor a lentejas, a lo que llamaban “la patria”.