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sábado, 8 de octubre de 2011

Un cuento real

Érase un país al que le regalaron un rey. Se lo regalaron porqué nadie lo había pedido y sólo el sátrapa que gobernó cuarenta años lo impuso. El sátrapa era un señor bajito, con bigote, sanguinario, que todas las Nochebuenas largaba un discurso con voz de pito. Cuando estiró la pata llamarón al “principito” y, hala, a reinar –que no gobernar-.

Una vez hubo “ruido de sables” y el rey tuvo un oscuro papel. Pudo estar más cerca de los “sables” de lo que se ha contado, pero debió de ver mal las cosas, y se puso “todos juntos, y él primero, en la senda democrática”.

El rey estaba casado, cómo no, con una princesa. De otro país, que no hablaba la lengua nativa ni “pa Dios”. Y fueron felices, comieron perdices –de beber mejor ni hablarlo- y tuvieron tres hijos. O principitos. Dos princesas y un príncipe, alto, alto…

Las princesas se hicieron mujeres y se casaron. El marido de la primera empezó a meterse cosas por la nariz y, claro, le dio un telele, o patatús. Y después, el divorcio, previa negociación de una cantidad, para que el de telele se estuviera calladito. Dicen las malas lenguas de la Corte que 3 millones de ala. Y ya no apareció más en las fotos de familia que se mandaban como postal navideña.

La segunda princesa también se casó. Con un chicarrón del Norte, que jugaba a algo con las manos y un balón. Pero como con esta actividad ganaba poco como para pagarse palacios de 200 millones, le buscaron un empleo mejor. Algo que tenía que ver con la imagen de niño guaperas y los cinco anillos. Y empezó a ofrecer su imagen. Y a cobrar por ello. A un reyezuelo de unas islas le cobró 1,2 millones por un proyecto que nunca se hizo. A un “amiguito de alma” del otro lado del mar isleño, otros 1,2 millones y más tarde otros 3. Entonces la justicia real entró en acción y antes de que el escándalo fuese mayor, mandaron al chicarrón a un país muy lejano, con altos rascacielos –eso sí, cobrando por “su trabajo”, medio millón del ala al año-. El rey se enfureció tanto que no lo quería ver ni en pintura, ni a la hora de una grave intervención quirúrgica. Divorcio al canto, a pesar de los cuatro infantes que tenía la parejita.

Y el principito, alto, alto  -nadie le conoce ninguna cualidad más- también se casó. Con una anoréxica… divorciada.

Hete aquí, que el rey de este país católico, papal y horteramente defensor de la familia cristiana tradicional, tiene a dos hijas divorciadas y un hijo casado con otra del mismo gremio.

Del resto de los detalles de esta familia mejor no hablar.

Y colorín, colorado, este cuento… no se ha acabado. Porque siguen viviendo de esto, del cuento.