(Me permito un post no crítico,
no político. Sólo literario personal. O sentimental.)
Subo a la azotea de la casa donde
vivo. Inmediatamente me acuerdo de Juan Ramón Jiménez y de su capítulo del
mismo título en Platero y yo. Me
inunda el sol y me aniega el azul. Todo es diferente allí arriba. Todo se
relativiza y cobra menos importancia.
Las discusiones, la política, la vida ordinaria. Aquello es el reino del
sol y de las torres. Del aire, y, quizás, de la belleza.
La torre de Santa Marina se me
aparece encima, a menor distancia de la que creo cuando voy andando hasta ella.
Igual, la recuperada espadaña barroca de San Agustín. Más lejana,la de San
Lorenzo, orlada a ambos lados por las dos gemelas de la iglesia del Juramento.
Muy cercana, comparativamente, la de Santiago. Inminente, pero oculta por un
ático ilegal, la de San Andrés.
Oteo la campiña cereal de Córdoba,
casi puedo oler el verde del campo trigal. Veo, también en la cercanía la
extraña construcción del Ayuntamiento – entre gótico y Semana Santa dice mi amigo Julio Anguita-. El carillón de San Pablo, que a veces
ofrece lánguidos conciertos de campanas. El Císter, las esbeltas y abandonadas
palmeras de la Casa del Bailío, el campanil del hospital de San Jacinto, las
otras azoteas, la cal, los patios interiores, la línea amable de la Sierra,
a alguien tendiendo ropa o el sonido
infantil de los cánticos de un colegio…
En ocasiones, de noche o al
amanecer, llega el aroma de la resina, de los pinos de Cerro Muriano o de los
más lejanos de la orilla del Guadiato, que se sobreponen al olor y al clamor
del tráfico. Al mediodía, el olor a guisos, a arroz con magro y vino, me
traslada a un imaginario “perol” cocinado entre encinas y olivos de Sierra
Morena.
La casa desaparece, estoy,
latiendo, en el corazón de Córdoba, de mi ciudad, de mis orígenes y de mis
raíces. Soy como dijo el cantautor “un corazón tendido al sol”, donde las
palabras, los aromas, los ruidos, las ventanas, las chispas de plata y sol me reconcilian,
cada día, cada instante, con la vida.
Amo a esta ciudad, madrasta más
que madre, más conservadora que progresista, más cerrada que abierta, ciega,
inconclusa, indolente…pero que a lo largo de seis décadas me ha forjado en
humanidad. Y, tal vez, en sensibilidades.
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