Me permito la publicación de un capítulo de mi libro nonato “Memoria
de veranos, pájaros y estrellas” que con (pretendida) prosa poética, de clara
inspiración juanramoniana, quiere evocar los duros momentos de mi infancia de
postguerra tardía.
Esta recuperación de la memoria se hace con un norte y un
principio: a pesar de la dureza del ambiente, del hambre, de la represión, del
odio y de la pobreza, para sobrevivir teníamos que ganarle la batalla a la
infelicidad. Unos pocos tuvimos el privilegio de poder hacerlo.
Cruz de mayo
Habíamos salido del esforzado
invierno. Con nubes lilas y moradas atravesamos la Cuaresma, con inciensos y torrijas,
la Semana Santa. Y, de pronto, casi sin darnos cuenta, llegaba la plenitud
vegetal.
Entre los últimos días de abril y
los primeros de mayo, casi en cualquier rincón, se organizaba una Cruz.
En una calle cercana se empeñaban
en cubrir de macetas dos grandes lienzos de pared. Pedían préstamos de macetas
al vecindario. Mi madre era muy reacia a
la cesión. Sufría por sus macetas. Sus geranios, gitanillas, clavellinas,
pilistras o dompedros. Pero un atávico sentido de la participación festiva,
casi la obligaba. Con una marca, apenas perceptible de pintura, marcaba el
doloroso exilio temporal de sus tiestos.
Y la calle, en la atardecida, era
una fiesta. De flores, húmedas de mayo y madrugada, y de dos bellezas entre el
sueño: la urbana y la corporal.
Estaba la danza. El baile.
Siempre igual y siempre renovado. Un
palacio urbano de frescura vegetal, mientras los rojos claveles reventones
cubrían la Cruz, más símbolo de la fiesta que de ningún ancestro religioso. La
proclamación sensitiva del buen tiempo, el perfume de las rosas tiernas y la
púrpura vesperal de los días largos.
Todo lo silencioso y frío se
volvía ardiente, en medio de la vida múltiple. Se iniciaba la antorcha de los
amores nuevos, la lujuria silvestre de las efímeras pasiones. Un aroma de
azahar, apagándose, junto a la furtiva caricia de mano contra muslo, el agua
umbría de un beso robado al orden y a la oscuridad.
Y las blusas entreabiertas, los
senos nuevos, hirsutos por primera vez en el giro del baile. Un inmenso sueño
iniciático, que como un pájaro nunca visto, se eternizaba en la proximidad de
la mejilla desmayada.
Mayo, sus recién madurados
frutos, sus cruces, eran una grana escarcha, un azúcar de vida, que nos
apretaba el corazón y el sexo.
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