Exhiben un Rolex de oro cuando
juran su cargo de director general, les excita el color de su nuevo coche
oficial de 64 cilindros, tienen dos pisos propios en Madrid, uno de alquiler en
la Costa, otro heredado - donde vive su amante - y una cuenta corriente para
ingresar, sólo, las dietas.
Descienden de una familia de
especuladores y falangistas de camisa parda. Son o han sido “concejales de
urbanismo” en un municipio turístico que ha invadido las playas y el terreno
público o acabado con el último pinar, son miembros de un partido de “orden”,
monárquicos si llega el caso o “republicanos” si hiciera o hiciese falta.
Su hábitat es el cargo perpetuo,
cuneros en la provincia a la que llegan en su BMW, exhibiendo una chota de
largos muslos con bronceado de estación de alta montaña, corruptos ante en el
bidet y viajeros en clase business hasta cuando viajan con su suegra.
Para ellos, copular significa
pagar con la tarjeta de crédito de los gastos de representación y desayunar es
sentarse en el Palace a ver pasar los elogios al Rey, al Presidente –corrupto-
del Gobierno y al Tesorero –también corrupto- de su corrupto partido de su –corrupta-
puta madre.
Son directivos de una empresa del
Ibex que paga sus impuestos en las Islas Caimán, usan tirantes rojigualdas,
utilizan un doble fondo de bragueta desde el que elogian lo “acertado” de la
política gubernamental –de cualquier gobierno- y siempre tienen una
vicepresidenta de gobierno que los defienda si se descubre que hace años que no
han tributado su inmensa fortuna.
Viajan seis veces al año a Zúrich
y te pueden matar moviendo una pestaña, pidiendo luego un zumo de mandarinas.
Pontifican sobre el “excesivo” coste de la mano de obra mientras se asignan una
pensión de jubilación de 27 millones.
Llevan cuellos de pajarita y
mueven con presteza las puertas giratorias. Hoy pueden ser ministros de
Industria y mañana consejeros áulicos de una petrolífera que llena de chapapote
las Islas Canarias, se duchan sin
quitarse la navaja de entre los dientes, presumen de “estadistas” y dejan
entrever – tan sólo- entre sus canas y su barriguita dorada en el yate caribeño,
un “gran sentido de Estado y de su responsabilidad histórica”.
Su filosofía son el becerro de
oro y la chaqueta de pana, junto al chaqué en la boda de la hija del Gran
Presidente De Corruptocracia Organizada Por El Bigotes, cada mañana se leen sin
rechistar el argumentario que le receta su partido o su Consejo de
Administración.
Son treinta mil, pero roban por
los cuarenta millones de ciudadanos restantes. Morirán en la agonía del poder y
del tener – en un patíbulo si hay suerte- pero mientras tanto su caspa y su
perfume nos rodean.
Nos cuestan un riñón y odian que
se les llamen lo que son: la casta.
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