Erase un país donde la vida pública
apestaba, pero en ese país donde “tanto”
se respetaba la vida y los derechos humanos no había producido grandes
condenas. Ni siquiera pequeñas, sólo alguna estancia, casi vacacional, de dos
semanas en la cárcel de algún banquero, víctima, cómo no, de la prevaricación
de algún juez inoportuno, procesado y expulsado de la tan noble carrera judicial
por prevaricación. No, para nada “las grandes influencias” de aquel país
garantista y ejemplar en la persecución del fraude y la corrupción había influido
para que el banquero saliera de la cárcel, casi como un héroe, por la simple acción de descolgar un
teléfono un importante bigote.
Colorín colorado, el banquero cambio
el pijama a rayas por el de feliz desposado de su tercera esposa y emprendió un
maravilloso viaje a islas, playas, safaris y aventuras sin fin con cargo a su
peculio, ganado honradamente con su abnegado trabajo y para nada estafando a
miles y miles de pensionistas, alguno ciego o parapléjico y medio analfabetos.
El país podía vivir en paz. La
ejemplaridad y la Conferencia Episcopal eran los garantes de su privilegiado “orden
moral”. Los debates en el Parlamento fluían con ejemplar democracia, se
respetaban los derechos sociales y el bienestar de los ciudadanos. Se aprobaban
leyes equitativas, justas, donde no se orillaban los derechos de nadie, y menos
que nadie de los trabajadores, mujeres, jóvenes o pensionistas.
Todos los ministros eran
impolutos en su ejecutoria personal, dimitían apenas tosía mal su gato y habían
hecho de la lucha contra la corrupción y los privilegios de las minorías una
auténtica cruzada.
Había una banca ejemplar.
Respetuosa con los principios liberales de la no intervención del estado y la
libre empresa. Atendían sus compromisos desde sus propios recursos y el crédito
fluía fácil, “política de emprendedores” decían desde las altas tertulias de
los equilibrados medios informativos afines a tan buena gobernanza. No había
periodistas pelotas, ni el dinero de los obispos se empleaba en canales ultramontanos
que dijeran que la masturbación ya era un crimen contra la vida.
La vivienda propia era un bien
sagrado. Si alguien no podía pagar una hipoteca se buscaban mil y una fórmulas
para facilitar su pago y jamás había un desahucio, que por otro lado, prohibía
la sagrada Constitución, entre inciensos,
loas y tal. Los partidos políticos eran diáfanos en su financiación, no admitían
donaciones ni influencias de empresarios para la obra pública. ¡Jamás! No pasaba como en otros países donde los dos
principales partidos se habían reunido con agosticidad y alevosía y habían
aprobado, sin la más mínima consulta a los electores, que el pago de la deuda
era lo primero de lo primero.
¿Y el empleo? ¡Qué decir del empleo
¡Todo el mundo trabajando, con un salario mínimo justo, que atendía las
necesidades de los que por una infinita desgracia no tenían acceso a los
elevados sueldos de los profesionales
medios.
En aquel país no había pobres. Ni
niños sin alimentar ni escolarizar. Todos tenían acceso a la enseñanza
superior, las becas eran fáciles y generosas y la sanidad era la joya de la
Corona. Hablando de la Corona, era respetada por todo el mundo. El anciano rey
no era un borracho putero que cazaba elefantes y mantenía a una amante rubia con
el dinero de todos. Para nada.
¡Y sus hijas y yernos!
Ejemplares. Jamás había intrigado ni extorsionado a nadie para obtener dinero,
palacios o yates. Todos eran iguales ante la Ley, todos los días, no solo la
noche del 24 de diciembre.
Hasta aquel país de felicidad y
finiquitos diferidos llegaban los ecos, sólo, de otros países donde la
violencia popular había hecho revoluciones y ajustes de cuentas: banqueros
colgados de puentes, políticos ladrones llenando las cárceles, partidos
ilegalizados, jueces y fiscales corruptos limpiando letrinas y reyes (y sus
yernos) embarcando para Roma o Nanclares de Oca.
El telón todavía no se ha
levantado. La opereta sigue.
Nota. Este artículo anula y
sustituye a otro con el mismo título, jacobino y revolucionario, apologético
con la violencia, que “las fuerzas del bien” obligaron a sustituir y eliminar por
el bien de todos, España y su Revolución Nacional peperista. Tercer año triunfal.
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