No sólo era el robo refinado de
los caudales públicos. No sólo era la asociación de malhechores en forma de
partido político. No sólo era el secuestro de las libertades y el desprecio del
bien común.
Era la atmósfera, circundida y
marcada, estructurada y voluble, de impunidad. Era el abuso del aparato del
Estado, la linde rota de la Justicia, el tejido desinflado de la voluntad
popular. Eran los repugnantes ladrones del podio, la tribuna y la palabra.
¿Quedaría aire no contaminado en
aquel país del atraco desde la donación interesada, de la comisión criminal,
del fiscal vendido, de la hipócrita conceptualización de la noticia y del olor
a pescado podrido de las tribunas?
Ontológicamente corruptos,
corresponsablemente corruptos, asquerosamente corruptos. El presidente era
corrupto, el juez era corrupto, el fiscal era corrupto, la infanta era
corrupta, el rey era corrupto, el supremo era corrupto, la política era
corrupta, la mentira era corrupta. El coñac de las botellas, disfrazado de
noviembre, era corrupto.
Olían a podrido las calles, los
ayuntamientos, los pueblos, los barrios, las ciudades y el coño de la Bernarda.
Pero lo peor era la sensación de
impunidad, del crimen y el robo con descaro, con insolencia, con alevosía, con
defensa gratuita, degollando cualquier indicio de justicia, indiferentes al
escándalo universal de sus vidas y de su cotidianidad.
En el desvarió de la razón las
instrucciones de sus atracos se hacían eternas. Nadie, salvo las excepciones
alevosas, iba a la cárcel o se le condenaba por nada. Todos eran honorables
presuntos, distinguidos chorizos, excelentísimos ladrones. En medio del
atropello caían los jueces instructores, los que habían osado escuchar las tropelías
o mandar dos semanas a la cárcel a los catadores de caviar, a los embaucadores
de ahorros de acciones de ancianos o inválidos preferentes.
La abyección, el disfraz de
liberales, el amparo de la noche electoral o el pensamiento abominable, el
secreto oficial o la prescripción amable, eran el refugio último ante la ciudadanía
engañada e inerme.
¿Quedaría aire, agua, palabra,
razón o derecho no contaminado en aquella zahúrda a los que los criminales
llamaban “patria”?
Pero, era inútil, se alimentaban
de su mierda. Impunes.
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