Acompañando a una persona de
fuera de Córdoba hice, días pasados, una visita a la Mezquita.
En el Patio de los Naranjos a
pesar de ser “un espacio público” según el PGOU, hay la atmósfera que el
Cabildo Catedralicio quiere que haya. Una presencia masiva de agentes de la seguridad privada que confieren
una sensación de presunción de delincuencia de los que son simples turistas o
visitantes.
Hay colas en las taquillas que
venden los tickets al nada ecuménico precio de 8 euros. Parece que el “negocio”
funciona. Nada más tener la entrada, al
leerla ya se barrunta algo ilícito. La entrada dice que es un “donativo”, - los
donativos son voluntarios y sin cantidad fija- , así la inteligencia financiera
de la curia elude el pago del IVA o cualquier otro impuesto.
En una clara demostración del
principio latino de “Excusatio non petita, accusatio manifesta” el texto de la
entrada informa de las innumerables obras benéficas, sociales y de conservación
del edificio a los que se destina el “donativo”. La primera en la frente.
En la puerta de acceso dos
agentes hercúleos custodian al portero mayor, al que una visible tirilla blanca
en el cuello delata su condición. Delante de mí una pareja de turistas, con
rasgos propios de islamidad, es amonestada por el portero sobre la “condición de templo
cristiano” del monumento y la prohibición de hacer rezos de otras confesiones. Llevo
mi cabeza cubierta y el portero me toca la gorra con un dedo, deduciendo que
debo quitármela para entrar, recibiendo el argumento de: “Por respeto”.
Nada más entrar en la Mezquita
Aljama y, a pesar de haberlo hecho mil veces, recibo un enorme impacto de belleza y grandeza. Sobran todos
los respetos impuestos. Me topo, a
primera vista, con el horror que suponen las capillas de culto cristiano que
jalonan todo el muro de poniente. Una colección de arte necrófilo rancio. Han
llenado de crucifijos, vírgenes y enterramientos todo
un muro. ¡Quien hablaba de respeto!
El principal lugar de la
Mezquita, el Mihrab, está huérfano de toda luz e indicación. Un centenar de
turistas, reciben, en la penumbra, las
explicaciones de los guías. Contrasta la falta de luz con el desborde que
existe en el crucero de la añadida “catedral cristiana”. Una afrenta adosada como un siniestro
pastiche en la Mezquita primitiva.
Me acuerdo de las palabras del
emperador Carlos, en cuyo nombre se hizo el mamotreto, cuando lo vio en
persona: “Habéis destruido lo que era único, y había construido lo que se
encuentra en cualquier sitio”. Pues eso.
Veo la alabada sillería del coro,
de Duque Cornejo, y me parece lo que siempre: Un monumento al horror. La madera
de ébano incorruptible, importado a golpe de maravedíes de las Indias, ha envejecido.
Se quedado totalmente negra. La alegoría de los cuatro evangelistas, infiltrada
sobre el altar mayor, es grandilocuente e inoportuna. ¡El buey que reventó, dice la incultura popular sobre el toro de
San Mateo! La lástima es que no reventó
por lo menos lo bastante.
La Sala del Tesoro es como la
sala del tesoro del cualquier catedral. La Custodia de Arfe se salva, pero todo lo construido al socaire de la fe
cristiana en la Mezquita adolece de lo mismo: Tiene enorme complejo de culpa y
de inferioridad. Quieren justificar con ampulosidad y magnificencia cateta lo
que no es sino aberración e inoportunidad.
Me cuentan que en la visita
guidada nocturna, al precio de 18 euros, en el texto que todo el mundo oye se
aprovecha para dar una catequesis, gratuita y oportunista, sobre la forma en
que los actuales “dueños” de este monumento tienen de la religión y de la
ecumeneidad de la que alardean. Se vomita fuera.
Me vuelvo a acordar de las
palabras del emperador Carlos y del sentido de la dignidad del cargo que tenía
el corregidor Luis la Cerda, que a pesar de ser miembro de la nobleza, publicó
un bando, amenazando con la pena de muerte al que osare tocar un ladrillo de la
Mezquita para construir lo que ahora llaman “catedral”. Lo excomulgaron y no le
hicieron caso. Y los herederos de tal barbarie se lucran con algo que han
expoliado a la humanidad y al pueblo de Córdoba.
A la Mezquita de Córdoba le
ocurre, que por muy “pequeños” que sean sus administradores coyunturales,
siempre será “grande”.
La Aljama.
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