Lo sabíamos casi todo. Que era un
crápula, que había hecho su “montoncito” utilizando la institución que mal
representa, que bebía como un cosaco,
que iba con la bragueta abierta engendrando bastardos por tálamos ajenos, que
emborrachaba osos y cazaba elefantes en safaris organizados por su amante, que
se caía y tropezaba con las puertas cada dos por tres por no se sabe que
efectos etílicos o de la edad…
Lo que no sabíamos es que
también, por encima y por debajo de una artificial fama de “campechano”, podía
ser un maltratador. Alguien, que por unos metros más cerca o más lejos en el
aparcamiento de su coche, agrede, verbal y físicamente a un servidor directo, no es una persona de
fiar.
Su carácter, su verdadera
personalidad, ocultada y enaltecida con réditos a los adeptos a la institución
que vive una jugosa desgraciada en todo el mundo, nos era desconocida en parte.
Ahora sabemos que “el campechano”,
cuando se apagan los focos de la imagen retocada, es violento y desconsiderado,
heredero de sus crapulosos y degenerados ancestros, de la misma y embriagada camada.
¿Qué más podría depararnos? Con hilos de plata le han construido una
imagen de mártir y combatiente de la
democracia, por encima de “elefantes blancos” y otras razonables dudas, pero
este tiparraco con corona ha cambiado la elaborada virtud por una agresión casi
pública a uno de sus sufridos servidores. ¿Es violencia empujar a una cajera de
supermercado y no lo es agredir al propio chofer? En la caverna mediática, como siempre, se han
callado como putos.
No somos iguales ante la ley. Dejando
a un lado otras feroces desigualdades, este sujeto (coronado) puede ser
fotografiado sin cinturón de seguridad en el asiento delantero de un vehículo
en las puertas mismas de la DGT sin que
nadie lo multe.
Y ningún perro ladraba.
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