Nunca me han gustado las personas
fumadoras. Quizás por eso, siempre le he
tenido una cierta distancia.
Fui militante clandestino del PCE
en los últimos años 60 y primeros 70 del pasado siglo. Había un tic. Cualquier discusión, cualquier
debate, se cerraba con el consabido: “Lo ha dicho Santiago”. Era la ortodoxia y también me molestaba.
Luego fue la heterodoxia. Y entonces no me molestó sino su proximidad al PSOE.
Aquel tropezar continuo con el
dogma –no era culpa suya- no lo hizo santo de mi devoción. Veía la alabada
transición como un fraude y aquel baño de realismo político hirió mis numerosas
neuronas utopistas. Tuvimos que tragar la monarquía, la bandera, la impunidad
del franquismo y el Pacto de la Moncloa. Lo habían dicho “Santiago y el Comité
Central”. Su figura se me hizo casi odiosa.
Me reconcilió con el su actitud en el 23-F. Uno
de los tres políticos que no se fueron al suelo. La dignidad frente a la
pistola y el tricornio. En mi entorno, sabiamente, se humanizaban a las grandes
figuras. Se les hacía cercanas por la forma de llamarles. Tras el 23 F, oí a mi
amigo Manolo Alcalá decir: “Que par de huevos le ha echado el Carrillankano”. Desde entonces, Santiago pasó a ser para mi
eso: Carrillankano.
Se pasó tres pueblos con aquello
de “pasarse por la entrepierna los acuerdos del Comité Central”, pero estaba y
estará su lucidez. Creo, que en términos
políticos, y a sus 97 años, Santiago era la mente más preclara de nuestro
(desgraciado) panorama político.
Santiago se ha ido casi
centenario y su muerte biológica está en lo natural, pero nos quedamos
huérfanos de su inteligencia, de su pensamiento –aun discrepando- y de su
sentido de la dignidad política, tan ausente en la mayoría viva.
Lo decían los romanos a sus
próceres y nadie lo ha mejorado dos mil quinientos años después: “Que la muerte
te sea leve, Santiago”.
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