Las hordas rojas, los cien mil
hijos de Lenin, los nietos putativos de Pasionaria van a invadir Madrid dentro
de unos días y lo harán con regimientos disfrazados de desahuciados, de obreros
de Vallecas y sin disparar más tiros que los necesarios para doblegar a una
marquesa frenopática.
Los pasos subterráneos, los
jardines públicos, las escalinatas de los monumentos se convertirán en cuarteles
del rojerío, y en ellos estos proletarios del Pozo del Tío Raimundo, fermentarán.
Toda la pobreza de la ciudad de
la boina contaminada ha unificado ahora sus aguas formando un solo río con
varios brazos que está a punto de verter gran parte de su caudal en este espacio
feudal de la Plaza de la Villa, allá donde el cielo es una enorme “botella” o
café con leche in Square Place.
El inicio de este desasosiego
fueron unos perros-flauta que decidieron un día de mayo, acampar, con sus pelos a lo afro, en una plaza en la
que daba el Sol. Allí, mientras los grises acordonaban la zona, derramaron lágrimas
de violín pacifista y notas de guitarra
de empoderamiento sobre los pescuezos de la casta.
Han tenido que pasar cuatro años,
que una vieja loca aparcara en el centro de la Gran Vía, que un “secreta”
empujara el cogote de un ex vicepresidente y que una jauría de fascistas
privatizara hasta el agua de la fuente El Berro para estos lunáticos de la
voluntad popular derribaran el muro de los chorizos que no cabían en el pan.
Esa barrera por fin parece que va a caer
y algunos analistas fatuos de nos menos fatuas tertulias son hoy cortejados por los bancos y empresas
del “chollo” para que alerten del peligro que padece nuestra democracia. La
pobre.
No habrá sobres para todos ni
siquiera los loqueros les dejaran
entrevistar a una vieja histérica y menopáusica que repite, sin que nadie la
escuche, que ella “destapó la Gurtel. Tal vez al principio traerán la humildad
de los perros-flautas, aunque muy pronto cada uno de sus mentes liberadas será una espoleta que alimentará una sola
bomba.
La revolución se producirá por el aluvión del
chorizo cayendo sobre el pan.
Y Marx, y Monedero, no lo sabían.
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