Algunos años después de que se inventara, crearon una
televisión regional a la que llamaron “la nuestra”. Que quiere decir “la suya”.
En esta televisión se hacían siempre unos “telediarios” a
mayor gloria de quien gobernaba, que era casi siempre el mismo partido. Y
empezaron a gastar y dilapidar dinero público. Que quiere decir de “todos”.
No llegaron a gastar (dilapidar) tanto como en los
“expedientes de regulación de empleo”, más falsos que el rey Manolo, o como en
los cursos de formación que lo único que formaban era grosor en las cuentas
corrientes (las suyas) pero también gastaron lo suyo (lo nuestro).
Siempre atentos a las necesidades del pueblo, los directivos
de esta televisión (o engendro) televisaban hasta los ensayos de un carnaval a
lo largo de todos los meses de febrero de todos los años y hacían una
retransmisión final, todos vestiditos de gala, en la que el calificativo más empleado
era: “inenarrable”. Luego se iban a
comer las uvas (con publicidad) y todos vivían contentos, “graciosos” y
felices.
Pero había más momentos “inerrables” a lo largo del año.
Cuando llegaba la luna de Parasceve, para
las cámaras bienpagadas de la tele de aquella comunidad autónoma de nueve
millones de habitantes y ocho provincias, no había nada más que un lugar desde
el que hablar, retransmitir, narrar emociones infinitas o santas tradiciones.
A lo largo de catorce horas, una tarde, una madrugada, una
mañana y un mediodía, pusieras la “caena” que pusieras de esta televisión (o
engendro) no encontrabas otra cosa que comentaristas transidos de emoción, ante
sus “esperanzas” cargadas de joyas, sus lágrimas, sus nazarenos, sus marchas y
las malos versos de sus poetas de cámara.
El mundo de aquella comunidad de desempleados y corruptos
(oficiales) se reducía a dos palios (mayormente a uno) cargados de cera y de
flores en el que una Dolorosa llevaba el fajín de un capitán general, genocida
de miles de paisanos y paisanas indefensas, que como el dios que adoraban no
habían resucitado ni por el copón.
En un mundo donde ponían bombas en parques infantiles y
donde tres millones de refugiados se morían de barro y asco ante unas
alambradas, lo más granado del “periodismo” de un canal pagado a golpe de oro
por una comunidad de las más pobres de un continente, se dedicaba a examinar
con lupa la candelería, la disposición de la flor, la toga sobre manto, la corona
y el manto de dos figuras de madera labrada, así durante 14 horas.
Alguien había hablado alguna vez sobre el “chauvinismo” congénito
de los habitantes de una ciudad. Otros habían hablado de la estrategia de
mirarse el ombligo. Cuando el Cristo resucitó por la vez 2016, estábamos allí,
mirándonos el ombligo.
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