Es probable que tras los
visillos, la gente estuviera revisando sus pertenencias, antes del vermut del
mediodía, pero aquella trama, aquella camada de recontadores de billetes, se
había apropiado hasta del Miguelete.
Aquella voz de aguardiente, 25
años “mártir” de la ciudad y el cargo, se estaba comiendo una “bolsa de
rosquilletas”, ensayando lo que tendría que decir –presuntamente- ante el
Tribunal Supremo.
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A ver, “investigada”, ¿qué sabe usted de
naranjas?
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Por sacos.
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¿Y de bolsos de Vuittón?
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No vivo de cutrerías.
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¿Y qué es la enfiteusis?
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Que responda Paco, que siempre lo hace por mí.
En las cafeterías se veían
cachorras de facha con minifalda, aprendizas de una forma rabiosa de vivir. De
beber. O de robar. Alguna querría ser como ella: la mejor. Según los capos y
capas de la “organización”.
De orientaciones –salvo en el
beber- indefinidas, todo apuntaba a que “la habían pillado con el carrito del
helao”. Ni siquiera se podría decir que fuera “de derechas”, era de la “cosa
nostra”, del trinque organizado, de los yogures sexuales y siempre, siempre,
del “escocés”. El whisky.
- ¿Te gusta?
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Es ideal con el caloret
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¿El ron o el bolso?
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Me he pasado algo con las hombreras.
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Es que eres muy hombruna, hija.
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En las plazas, en las fuentes, en
el puerto, se oía el rumor del pueblo: “El pueblo robado, está muy peperado”.
Cerraba las ventanas y los visillos y se dedicaba a lo suyo: el coñac. Estaba
muy atareada, en cuarenta días no había ido al cargo público por el que cobraba
4.000 del ala al mes., pero los lacayos (los suyos) decían que era “impecable”
e “Intachable”.
Dormía las siestas en el escaño,
mientras los efluvios de ginebra atufaban a las señorías más cercanas. Todo un
susurro. O una terapia de grupo para chorizos/as. El hampa de las instituciones adoraba a esta
señora tan basturrona, que les sacaba las castañas del fuego de la financiación
por el módico precio de mirar para otra parte cuando se pegaba esas comilonas a
costa del erario público o dormía la mona donde reside la soberanía popular.
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Aquella voz de minero a las cinco
de la mañana, aquella presencia empaquetada, aquel trasunto de la feminidad del
pleistoceno, aquel vino de Oporto, aquella “agua de Valencia”, iba camino del
desaforamiento, de la trena de Picasent o de la melancolía de los paseos en
Fórmula Uno. Era, en fin, la Bella Durmiente del Escaño. La que susurraba a los
senadores, sumergida en alcohol de quemar.
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