Erase un país donde después de un
proceso no muy largo todos se convirtieron en ratas. A algunos sólo les bastó
transmutar una sola letra de su apellido.
Otros ya habían nacido con esa condición, de nueva planta.
El país fue gobernado por un rey
mujeriego, rijoso y ladrón, que llegó al trono “más tieso que las estacas” y
abdicó con un “montoncito” de muchos miles. Una fortunita hecha por encargo a
amigos y banqueros poderosos, desde la “hermandad” (y las comisiones) con
sátrapas, dictadores y pachás tardo-medievales.
Su hijo, heredero del juego de
tronos, no le iba a la zaga en cuanto a la afición al pubis ajeno, entroncada
en la más rancia tradición familiar, y la reina, consorte, era muy aficionada a
la anorexia y a empinar el codo.
El país había sufrido dos
atrocidades históricas y en el tiempo: una guerra civil y una feroz dictadura
del bando ganador durante cuarenta años.
Cuando el sátrapa estiró la pata,
en un proceso esclerótico-frustrante, todos se confabularon para decir que
“viva la transición” y las libertades constitucionales. Pero era mentira, una
(la transición, por más señas “política”)
fue un cuento chino y la otra (la constitución) fue como mojar un
periódico con el agua de un botijo. Entre otras humoradas hablaba del “derecho
a una vivienda y un trabajo digno”. Las risas todavía se oyen en Sebastopol
(antes Crimea).
En ese país tuvieron varios
presidentes y varios gobiernos, en un lecho de babosas, dicen que
“democráticos”. Uno de sus presidentes vive ahora, convertido en lechón, con un
yate anclado en el Caribe, fumando puros, “girando la puerta” y cobrando
sabrosas minutas de abogado y defensor de multimillonarios bananeros. Otro,
iluminado por Dios, por las comisiones por venta de armas y el imperio de sus
mentiras, como la búsqueda interesada de “armas de destrucción masiva” y las
subvenciones estatales a una fundación con el führer como modelo. Sin darse cuenta que la peor arma de destrucción
de mentes y dignidades es él mismo. Y su bigote. Ahora se dedica a mover hilos ocultos para salvar a
amigos de pupitre de las penas de cárcel. Y a lo mejor en el futuro tiene que
hacer un viaje forzoso a La Haya.
El país lo gobernaron como en una
ruleta rusa dos partidos muy parecidos. En realidad, uno solo, o chorizo al
vino. Cada uno se hizo su “montoncito” y tenía su nómina de ratas, ratoncitos y
gánsteres.
Tenía, este país o ratonera, el “mejor ministro de Economía” del planeta
que, para empezar, no era ni economista y que una tarde de abril lo vimos con
la nunca empujada por un policía hacía el interior de un furgón donde le
esperaban el fraude, el blanqueo de capitales y el alzamiento de bienes.
También tenía el mejor “banquero
de mundo, Suiza y alrededores”. Un bulldog con tirantes experto en las mismas
letanías que el “mejor ministro”.
Tenían todo “lo mejor” y acabaron
con todo “lo peor”. Metidos en una ratonera.
Un día, apareció un “barbudo
trotón” enseñando a los ciudadanos un gran queso. Era un queso de bola diseñado
con las palabras “recuperación, empleo, crecimiento”. Se las dio a todo con
queso. Era la gran trampa.
Cuando los ciudadanos comieron y
votaron en las urnas de aquel queso, inmediatamente, se convirtieron, todos, en
ratas. Y los dueños de aquella gran ratonera se llamaban: FMI, Ángela y
Corrupción infinita.
Y, entonces, a los lejos, empezó
a sonar una flauta. Y algunos acertaron a ver a un mago, que rodeado de ratas,
en formas de votantes, se dirigía a un acantilado llamado: Mayoría Absoluta.
Y, colorín, colorado, este cuento
apenas ha empezado.
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