Dice Manuel Vicent que “el Estado lo constituyen
unos edificios de mármol, unas vestiduras sagradas, unas palabras solemnes,
unas ceremonias protocolarias, unos crímenes abstractos. Estos cinco elementos,
que son esencialmente huecos, están ocupados por personas concretas, con sus
pasiones vulgares”.
Sin tratar de enmendarle la plana
al maestro valenciano se podría decir que, ahora mismo, el Estado es una
ciénaga, una asociación de malhechores, un enorme gasto inútil, mil carcamales
con trauma de patriotas y una corrupción
infinita.
Puestas así las cosas tendríamos
que convenir que el famoso “Contrato Social” que describió Juan Jacobo Rousseau,
aquella cesión de derechos y libertades a cambio de “gozar” de una convivencia
organizada, está siendo incumplido rigurosamente.
La columna fundamental del Estado
se apoya sobre el cieno. De esta manera se entiende que el mismo Fiscal General
de esta cosa, que no aprecia ningún delito fiscal ni administrativo en las
cuentas y cajas B del PP, pida ocho años de cárcel para una persona a la que se
acusa, nada más y nada menos, que de formar parte de un piquete en una huelga
general que pretendía defenderse del arrasamiento, también general, de derechos
y garantías que suponía la denominada “reforma laboral”.
La ilusión del Estado se disipa y
todos los símbolos pierden su poder. El Estado queda desnudo ante sus propios
mármoles y los crímenes contra la razón que antes eran abstractos toman nombres
y apellidos. Y detrás de las togas se les ve ya la cara a los bribones, a los
delincuentes comunes. Todas sus miserias
quedan a la intemperie.
Ministros, banqueros, diputados,
asesores, mordidas, incompatibilidades compatibles, amantes y coches oficiales…forman
entonces un magma: la casta. Entiendo que muy definida y nombrada.
La casta ha arruinado al Estado,
al país y al contrato social. Prefiero la república independiente de mi casa a
sus mil veces alabado “estado de Derecho”, que es una bagatela ruin, que sólo sirve
a los financieros del dinero gordo, a los comensales de ollas y tertulias
ajenas para contagiarnos de bilis y de insomnios.
No tengo la menor esperanza de
que se recomponga la ilusión espiritual del Estado y me vengo insultando a boca
llena a esos espectros que aparecen en la pantalla de mi televisor y que
coinciden con nombres y apellidos de tiburones. Escualos en forma de
presidentes, ministros, diputados y senadores que celebran sus atracos en
restaurantes de cinco cuchillos.
Ellos no usan tenedores.
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