Ha pasado un mes y no logro comprender, aceptar, la muerte
de mi amigo Manolo Alcalá. Todas las
muertes de seres cercanos se nos antojan inexplicables, pero algunas te rompen
tantas cosas, que, acostumbrado a la rebeldía, no terminas de aceptar.
Debo tener fatalidad con los nombres. En septiembre de hace
tres años, murió Manolo Ortiz y me ocurrió igual. Los dos Manolos son personas
que han configurado mi vida. Fuimos activistas clandestinos, sindicalistas y
rebeldes con causa.
Ortiz era la reflexión, el análisis, el gusto profundo por
la vida, incluida la política, algo que mi temperamento anarquista de base no
acababa de comprender.
Alcalá era la acción militante, permanente, inagotable. Era
la manifestación, la pintada, la octavilla, la reunión, la asamblea, la
reivindicación como estado mental
Conocí a ambos por separado, todos, incluido yo, muy
jóvenes. Se hablaba entonces del “hombre nuevo” y ellos eran dos facetas:
distintas y complementarias. Su vida era un acto de resistencia frente al
destino, a la dura realidad del momento, una dictadura que entonces nos oprimía
y cuya alargada sombra se siguen proyectando en nuestro presente de humo.
Desde la modestia que presidió nuestras vidas, manteníamos
una admiración mutua. Ortiz era el equilibrio, la acción tras la meditación y
Alcalá era la disciplina, el trabajo hecho como pieza de un engranaje
colectivo.
Ambos pudieron ser, política y sindicalmente, mucho más que
lo que fueron. No los había mejores y el hecho de que no lo fueran no es sino
una constatación de que las cosas no se hicieron bien.
Ortiz me aficionó a los fados y a contemplar los
atardeceres. Alcalá- como muy bien lo definió su pareja desde los quince años-
era un valiente, que impregnaba de su valentía a todo su entorno.
Me molesta –cada vez más- el invierno y he ido a buscar la
primavera al Arroyo de Linares, más arriba del Santuario. He arrancado de la
cuneta unas flores rojas y amarillas junto con hierbas olorosas de nombre
desconocido y las he depositado sobre un pequeño túmulo de piedras que medio he
apilado y he pensado en el día que compartimos sueños.
El campo, florecido en
morado, las llevara hacia la luz, pero
ahora sólo la memoria –lo más importante- quedará de ellos.
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