Nunca me ha gustado el resultado final de las elecciones. De
todas. Siempre me gustaría “más” de algo y “menos” de otro, pero hay lo que
hay.
Por eso a medida que me he ido haciendo “más mayor”, -nunca
más viejo- cada vez encuentro más motivo de consuelo en alguno de los
resultados, para aliviar mi particular resaca electoral.
Por ejemplo, en estos días lo paso muy bien pensando en el
estado de incertidumbre que tendrá esa turbamulta de cargos, carguillos y
asesores de la derecha defenestrada de alguna autonomía o ayuntamiento. Esos
individuos o individuas de melena rubia y piel bronceada por los ultravioletas
de gimnasio de lujo, con Rolex de oro y chaqueta de Yusti.
Algo indiscreto, oí, días pasados, una conversación entre
ellos en el velador de una cafetería de mi ciudad. Estaban desarmados. Se les
acababa el chollo de los cinco mil euros al mes y, en privado, ni siquiera
despotricaban del “chavismo” o del “comunismo” que los va a mandar al paro.
Asesores de la nada, expertos a la violeta, admiradores de
Fraga y de Franco, deberán volver al piso de su mamá o a su oscuro trabajo como
médicos o abogados sin clientela.
Estos peperones parecen frágiles e incluso dulces, y no
obstante te pueden matar y después pedir un zumo de zanahoria.
En mi ciudad son una tribu, viven en el centro, nunca se han
levantado antes de las diez de la mañana y toman copas hasta el amanecer en los
pubs que ellos mismos regentan o han puesto de moda. Han sido concejales de no
se sabe muy bien de que o “asesores” de algo que se sabe aún menos.
Ahora, por los barrios y por las esquinas, han empezado a
sonar las palabras: “asambleas ciudadanas”, “poder popular” y “empoderamiento”
y están acongojados. Se baten en retirada y empiezan a mirar en el diccionario
el significado de la palabra “casta”.
Hasta el 44 de mayo no me voy a quitar el sayo, pero
mientras tanto lo paso muy bien pensando que el poder es sólo una metáfora.
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