Voy algunos domingos al
mediodía. En la plaza de Jerónimo Páez
de Córdoba se asienta el Museo Arqueológico y Etnológico Provincial. Es una plaza recoleta pero a la
que afluyen cuatro calles, con dos
niveles diferenciados de piedra y terrizo, y donde la arboleda regala acogedora
sombra, entre la que destacan por su rareza y altura tres casuarias o pinos de
París.
Cuadrículas de adoquines alternan
en el pavimento con el empedrado, mientras que en los blancos muros se
despliegan una fuente adosada con mascarones en sus caños, un busto de Lucano y, sobre todo, la portada neomudéjar, arropada
por una buganvilla, con artísticas puertas de madera tallada procedentes del antiguo Palacio de los Páez de Castillejo.
La Casa del Judío, en recuerdo de
Elie Nahmias, judío francés enamorado de la ciudad –“Córdoba es mi novia” dicen
que dijo alguna vez-, el inicio de la Cuesta de Peromato, las dos portadas renacentistas
del Museo, trozos de fustes, capiteles corintios, restos de cornisas romanas se
expanden por toda la plaza, adonde se asoma
La Cavea o el bar de Salvi.
Los habituales somos
heterogéneos, guiris ocasionales, otros, establecidos en la ciudad, como una
ceramista japonesa, nórdicos y anglosajones jubilados. Será porque la plaza se
llamó en otro tiempo “De los Paraísos”.
En el centro de la plaza, toca
habitualmente un músico. No sé si se llama Manuel o Rafa. La sonanta de su
guitarra, acomete al maestro Rodrigo con su versión de “En Aranjuez”, mientras
el sol calienta, por igual, al que lee The
Daily Telegraph que al que se toma un medio de Amargoso, mientras una pareja de alemanes, con pinta de profesores
de Heildelberg, se asombran de todo.
Salvi saca al centro de la plaza
a un maestro jamonero que, entre cultura y religión, corta unas solemnes y
delicadas lonchas de serrano de los Pedroches y te ofrece, para hacer boca,
unos trocitos de flamenquín. Se lo acepto si me asegura que el jamón es serrano
y no de ese fuego eterno del York.
La mañana transcurre amable,
enredada de soles y rosas, como un fruto cálido de abril, sin que se aprecie
diferencia de razas, mezquitas o catedrales. Empieza a embriagar el
“montilla” y el músico se atreve con un
cante por bulerías al estilo de El Barrio.
Casi sin darme cuenta voy por el
segundo de Amargoso y Salvi, sin preguntarme, me ha puesto
delante “media de los Pedroches” en lonchas, loncheadas con arte y mimo.
Cae una leve brisa de las
acacias, un eco de azahares traspone por las buganvillas de la “Casa del Judío” y una muchacha en flor,
entre manzana y pájaro libre, alegra la vista, la mañana y el sol. Un dulce
ébano perfumado.
Tal vez el paraíso será como esta
plaza: una luz azul de Matisse, un músico poco afortunado que aborda la
“Malagueña de Lecuona”, una brisa de naranjos y una pequeña multitud de
rostros, jóvenes y ancianos, que en la plenitud del mediodía, en las gotas
ardientes del sol de primavera, acarician oscuros cabellos de violines.
Al margen quedan, la insensatez y
el fanatismo, ambiente.
La has descrito muy bien. Esa plaza tiene para mi añoranzas infantiles, en ella hubo la escuela de Dña. Rafaela mi primera escuela. Gracias Lucas
ResponderEliminarEn esa epoca, final de los cuarenta la plaza era una selva, muy poco cuidada y con unos bloques de piedra enormes en la fachada del palacio, que los saltabamos con riesgo de salir descalabrados, creo que Morita tenia en el palacio su estudio, de ahi los bloques de piedra.
ResponderEliminar