¡Qué horror! ¡Qué pesadilla! Soñé
que ese perro existía, un cancerbero enorme, nacido de la injusticia.
Que,
saliendo de la niebla, emergía en una noche cenagosa y empezaba su cósmico
destino.
Entró, sin que nadie lo
advirtiera, en el Consejo de Administración
de una empresa y en un santiamén dejó con la yugular abierta a media docena de millonarios consejeros
que aprobaban, al mismo tiempo, un ERE de mil despidos y una evasión de
impuestos.
Sin que nadie pudiera detenerlo
entró en la sede central de un partido político y en cuestión de segundos disecó la safena a diez corruptos de
sobre y sobresueldo.
Inmune a los intentos por reducirle
o atraparle enfiló hacia la sede del gobierno, que celebraba su Consejo de Ministros
o aquelarre de cada viernes, y en un rápido ataque devoró la carótida de los
trece ministros y de su presidente barbado, cuando acaban de aprobar un enésimo
rescate a la banca y cincuenta recortes de derechos, pensiones y salarios.
Sonaban enloquecidas sirenas de
ambulancias y policías, inermes de terror a lo desconocido. El ejército sacó
los tanques a la calle, los subsecretarios del gobierno provisional declararon el
estado de excepción, y, el toque de
queda los militares, al toque de corneta, pero nadie logro detener al can. Se
notaba el ulular del miedo y las pechugas abatidas. Los tertulianos cavernarios
resguardaban sus cuellos con collarines de importación.
El cánido corría inalcanzable, se
ocultaba en las sombras y atacaba con precisión y certeza. Penetró en el
vestíbulo de un banco, subió a la sala de conferencias y en tres saltos felinos atacó la vena ilíaca
de cuatros consejeros y un presidente con tirantes. ¡Menudo botín!
En un último eslalon enfiló hacia
un palacio, de reyes o algo así, y mordió, en azul, la vena cava de un monarca y su yerno, que estaban contando
billetes.
De pronto, un mendigo que tocaba
la flauta en la boca de una parada de metro, empezó a llamarlo con un nombre
que no entendí: ¡Detente, para! El lobo
estepario obedeció y lamió amorosamente la mano del mendigo, que tocaba lánguidamente
una obertura de Haydn.
Sobre las calles deshabitadas,
una joven, con los ojos vendados y con una balanza desequilibrada, se reflejaba
en los cristales de todos los escaparates. ¿Era aquello el símbolo del apocalipsis o de
un nuevo orden?
Me desperté sudoroso, agitado,
con la boca seca. De pronto recordé el nombre con el que el mendigo llamaba al
perro.
¡Qué horror! ¡Qué pesadilla!
El nombre era: “Justiciero”.
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