Era un país abandonado. En otro
tiempo habían proliferado los delincuentes. Se habían asaltado sus finanzas, la
peste política (PP) había acabado con sus leyes progresistas y una pastelería
política (PP) que se había llevado el manso, en pasta.
Un día, las puertas giratorias
con parada en los consejos de administración de las compañías eléctricas, empezaron
a girar como locas: en la falsa subasta, de una falsa energía, de un falso
gobierno, dieron su veredicto: la luz debe subir un 11,5. Por ciento. En un trimestre.
Los consumidores, vecinos, la
carne de tocino y el último unicornio se pusieron por las nubes y convocaron un
apagón para una hora de un determinado día.
Llegó el día y todo se quedó a
oscuras. Se apagaron los semáforos, las televisiones, el alumbrado cursi pepi
de la cursi pepi Navidad, los ascensores no funcionaban, ni los móviles, ni los
ordenadores, ni las redes sociales y empezó a hacer mucho frío, sin calefacción
y sin el discurso ñoño y elefantero del rey rijoso y corrupto.
Pasó la hora convenida y todo
seguía oscuro, frío, apagado, las calles deshabitadas y los metros sin
funcionar. No se oían la radio ni las tertulias. Ni a los obispos ni a las
avispas. Las cafeterías del Parlamento deshabitadas. Nadie había podido
calentar las tostadas y el café a 0,85. El par.
La energía había caído en un pozo
del que no podía salir. Y el primer día,
con todo el mundo asustado, fue muy duro.
A los seis millones de parados les daba igual, no tenían que ir a
trabajar y a una diputada hortera y deslenguada, tampoco. El viento derribaba
anaqueles y el asfalto se comía a los perros de la soledad.
El país estaba apagado y lleno de
telarañas. Los fanáticos, los místicos, los cínicos y los marhuendas no tenían
nada que hacer. Nadie los oía, nadie podía oírlos.
Y los ciudadanos, sin darse
cuenta, empezaron a ser felices. Se calentaban subiendo escaleras o haciendo el
amor, comían frutas o verduras sin cocinar. Y a cambio no había telediarios. Se
acostaban y se levantaban temprano. No
tenían que ver “Sálvame” ni a Juan Imedio.
A las esferas se les habían caído
las agujas, el sol calentaba y el mar arrullaba.
Ellos lo ignoraban pero se había
salvado. Habían vencido a la peste y a los políticos. (PP)
¡Gloria a Aznar en las alturas
(muy altas, muy altas, y con soga) y paz en la tierra a los hombres sin
marhuendas y rajoys!
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