El Dios de los mercados se la
tiene que cortar. Cualquier acción, por
miserable que sea, ahora, será de pago.
Nos subieron todo tipo de impuestos, desde la falsa certeza de que
nunca, nunca, lo harían.
Unas criaturas unívocas en la
mentira nos sangraron, recortaron, congelaron, torturaron y engañaron. Sólo
ellos captaron el fin último del expolio. Recibos de la luz que subían un 80 %
en cinco años, copagos en la farmacia, copagos en el hospital donde se
prolongan los cánceres, el sonido de todos los látigos, el engendro de todas
las blasfemias políticas, un campo de almas esquilmadas, de estertores de toda
libertad, de carcajadas de ministros y consejos de administración.
Aquella “desgracia” nos
gobernaba. Las reglas de su mística era acabar con la sanidad pública, con la
educación, con los jubilados y sus pensiones, mientras los cofrades se repartían
las donaciones en una biblioteca sin libros de Zürich.
Habían robado y engañado hasta a los
sapos y su heroísmo consistía en retirar palabras, impedir debates, tapar
corruptelas y corruptos, aleccionar al Fiscal General de la “cosa” y del
Movimiento.
Pero en uno de sus designios,
acababa de aparecer el alabastro de su final, el fermento de su tumba. En una borrachera paranoide habían decidido
privatizar los urinarios. Mear había
dejado de ser gratis. El final de su liberalismo era este. Aunque no lo
pareciera. Su oferta política final residía en la uretra.
Su ámbito crepuscular era este.
Para mear hay que pagar y si eres pobre, revienta.
Toda su entropía era cosa de
vejigas y penes. Y ahora, cuando la Estatua de la Libertad estaba a punto de
ser arrojada a una desierta playa poblada por monos, estallaban en su locura. Quien
no pague que no mee.
¡Parar mear y no echar gota!
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