Aquella ciudad al Sur de Europa y
de los estómagos agradecidos vivía poblada por la indolencia, la mediocridad y
la miseria de las mentes. Una directa
emanación de su idiosincrasia habían
sido los treinta años de control sacramental por un clérigo orondo, que
había corrompido y comprado todo: voluntades, cargos, políticos, ollas, academias
y personas.
El influjo de este desarreglo
había llegado a lo medular. Un antiguo
cordelillero, arquetipo de la usura, pasaba por ser su empresario más logrado.
Un estajanovista del ladrillo también ascendió a los cielos crediticios de la
excelencia empresarial y burbujera, y hasta un vendepavos, tapaeras de la mugre
intelectiva, logró acceder al status, con cara de arcángel en las estatuas
públicas.
Y luego estaba la masa de
relleno. Todas las “eminencias” literarias, artísticas, folclóricas,
periodísticas, informativas, de profesiones liberales e intelectuales a la
violeta (subvencionada), estaban tocadas de la grasa del orondo cura.
La ciudad estuvo inertemente
mafiada. Un día, al realizar unas obras, entre los muros de hormigón, empotrado
entras las vigas, apareció un cadáver. Hormigonar el silencio. Era la confirmación de la omertá, del pelo
ondulado, de la mente sin sacudir, de aquella ciudad, desgraciada y vendida al
incienso y al “pasar la mano por encima de Don Miguel”. Una ciudad de meapilas, enchufados y pelotas. Un
culto dual a la personalidad y a la estulticia.
Los vientos del neoliberalismo trajeron
la ruina, completa, del “negocio” del cura, de sus monaguillos y acólitos. Pero
la ciudad siguió igual de mafiada: la mugre se había enseñoreado de todo y
ahora mirabas el cubo de la basura y te encontrabas desde un prejubilado del
engendro hasta el primo de un enchufado, jefe de negociado en la “caja”, la
cónyuge o el hijo de un alcalde y la
cucharilla de plata de una alcaldesa desnortada.
No había los suficientes perros
ni gatos para comerse a tantas ratas. La
mediocridad absoluta, la corrupción absoluta, la insustancialidad absoluta,
habitaban en aquel cuerpo magro de
mezquinos, ruines, alicortos, pueblerinos e intoxicados ciudadanos. La lid de
aquellas fieras y la de su “hermana la
pelá”, era ningunear y arruinar a todo el que era capaz de crear, de tener
opinión propia, de levantarse, críticamente, ante la languidez de la adormecida urbe, ajada
hasta sus centros medulares de inútiles mentales vestidos de gobernantes,
políticos, periodistas, intelectuales de salmorejo y romería, santones de casino y escritores de la vacuo.
Algunos perros no tenían ni rabo
y todavía controlaban, pastoreaban la bondad de las opiniones o el transparente
brillo de la salchicha de sus cuerpos. En esta ciudad o matadero, toda la carne
está ya picada. Las amantes, los enchufados, los consortes con cargo de
directoras de la mierda antigua, se han exhibido ya a pleno sol de la impudicia
colectiva.
Solo una decena de lobos andan
sueltos por las calles.
Postdata: Esta ciudad tiene
nombre. Se llama “Córdoba” y es tanta la abyección que destila, que en
ocasiones es conveniente intentar obviarlo.
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