Estoy jubilado. Recibo una
llamada en mi domicilio. Quieren que apoye con mi presencia una moción en
contra del recorte de las pensiones en un Pleno del Ayuntamiento de mi ciudad.
No he comido. Son las primeras horas de la tarde. Acudo.
Hay un centenar de personas. Una gran pancarta. Saludos. Emoción. Aunque el
Pleno es en el Salón Capitular y hay pocas cosas mas públicas y de propiedad
colectiva que un Ayuntamiento, hay que “acreditarse”.
Milagros de una “democracia” enlatada.
Sus “señorías” están almorzando. El Pleno está
suspendido por veinte minutos. Son las
cuatro y cuarenta y el acto no se ha reanudado. Democracia retrasada. Y comilona.
Llega el turno. Dos dirigentes
sindicalistas se ha inscrito para intervenir. Les dan la palabra. German, de
UGT, es un viejo rockero del sindicalismo, trabajó como emigrante en Brasil y
Alemania, su voz suena un punto violenta, pero es firme, contundente, se dirige
a la bancada del PP: “Nos estáis robando”. “Estáis metiendo la mano en nuestra
cartera”. Los interpelados, repeinados, con corbatas de seda de brillantes
colores, palidecen.
Antonio, de CC.OO, telefónico, es
un veterano sindicalista, de una familia transversal de luchadores
antifranquistas. Sus modales son refinados, educado, tiene apostura de buen
parlamentario. “No sólo recortáis nuestras pensiones, es que queréis acabar con
el sistema público. No lo vais a conseguir”.
El silencio se hace espeso. Los
de la gomina y las concejalas fashión tragan
saliva. Le dan la palabra a un portavoz, más pijo y repeinado que ninguno.
Verbo clónico. Habla como Aznar, como la Sáenz, argumento infantil: “Dónde
estabais cuando Zapatero recortó las pensiones”. ¿Pregunta o acusa?
Yo lo se. En el mismo sitio. En
la calle o detrás de la pancarta- que estaba hecha y es la misma de hace tres
años-. Conozco a todos. He discrepado y
competido sindical y políticamente, de manera dura, con muchos de ellos, pero los
conozco. Son gente cabal, honesta, consigo mismo y con los demás.
Hay un dictador de andar por
plenos, antiguo y eterno militante de AP, que votó en contra de la Constitución
y del Estatuto de Autonomía, que ha llegado hace un cuarto de hora a la
democracia y que ahora ejerce de “moderador” y presidente del Pleno –no es el
Alcalde Presidente que está refugiado en tablas- que no le da la palabra a los
interpelados.
El círculo vicioso-virtuoso, yo te
insulto-pregunto y mi colega presidente no te da la palabra. Así la corbata
verde no me aprieta. A los insulto-interperlados, que no se callaron con Franco ni con Fraga,
se le atragantan cincuenta años de lucha en la garganta. No se callan.
Y el dictador, digo el
presidente, nos expulsa del Pleno. A todos. A los interpelados sin voz, a los
que fueron clandestinos cuando la calle era de un gallego montaraz, a los que
tienen el pelo blanco y a los que no tienen ninguno y no han almorzado.
Voy por los pasillos de unas
Casas Capitulares que yo ayudé a inaugurar, hace veinte y algo años, escoltado
por recios policías locales que nos miran y dirigen como a delincuentes. Los
que van conmigo, camino del frío y de la noche, son personas que me provocan un
sentimiento que trasciende de la admiración. Son mis iguales, mis amigos, mi
condición, mi generación, mi clase. Por encima de mis disputas en tajos,
mítines y asambleas, los quiero, son los míos.
Son gente dura, honrada, podían
estar, a sus sesenta y muchos años, al calor de la estufa y de su sillón,
cuidando a sus nietos o a sus hijos por los que han hecho jornadas
interminables de trabajo y de lucha personal. Pero no, están ejerciendo un
noble derecho de una democracia por la que han luchado más que nadie: el de
protestar, el de no resignarse a que le roben o atraquen. Hay en ello una grandeza. Frente al terrorismo
social de los paracaidistas de la democracia sobrevenida.
Rememoro la intervención de Antonio:
“No los vais a conseguir”. No. No van a conseguir que nos sintamos delincuentes
por más que un talibán de la derechona franquista nos expulse de la Casa de
Todos, por más que una decena de jamelgos de “su” orden nos rodeen con porras y
pistolas reglamentarias. Tenemos algo que ellos no tendrán nunca: dos legitimidades,
la histórica y la personal. Ellos sólo tiene sus corbatas verdes, sus concejalas
fashión –mitad rayos UVA y mitad colegio de monjas- y cuatro porras prestadas.
A la salida del Pleno, en la
calle, comprobamos que el dictador que votó en contra de la Constitución ha
pedido refuerzos para su democracia de cartón piedra. Hercúleos guardias
nacionales, los antiguos grises, cuidan de que un centenar de ancianos, “rojos
de mierda”, no pongan en peligro ni a la mayoría absoluta ni al sistema, ese
que está hecho de silencios impuestos, robos y atracos decretados. Y demócratas de hace un cuarto de hora.
Afuera, en la calle, están el
frío y la noche. Y un sistema social, trufado de terroristas sociales y
talibanes de pasado y presente totalitario. Y, quizás, el fascismo.
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