Todavía resuenan en mis oídos los
aplausos. En ese espacio abierto de la
televisión, pero cercano al confinamiento de la verdad, oigo a unos
representantes del pueblo aplaudir a un energúmeno con corbata que,
arbitrariamente, ha criminalizado a una trabajadora sanitaria. El aplauso es
una metáfora de aprobación, una convulsión más de la casta asilvestrada que nos
mal gobierna.
Veo y oigo también un reportaje
sobre una conferencia de una quimera de buen gobierno. Los reunidos también
aplauden a un señor que ha explicado una baratija de justificación sobre cómo
ha viajado con cargo al erario público para satisfacer una necesidad del bajo
vientre. Aplauden como locos y gritan y vitorean al delincuente.
A partir de aquí se comprenden
como hay ciudadanos que estrellan sus zapatos contra el televisor. Estos
personajes, que cobran dietas, sueldos y bagatelas varias rompen el principio
de Arquímedes: desalojan más de lo que pesan.
Aplauden el delito y alegan
presunciones de inocencia cuando lo que deberían hacer es ahorrarnos el trabajo
de ahorcarlos y suicidarse. Deberían arrojarse por las ventanas de sus hueros
parlamentos y convecciones y probar a ver si salen volando.
Son cetáceos llenos de flato que
chapotean con sus manos defendiendo a los de su misma condición moral. Corporativismo
delictivo. Son como el ministro que denegaba cualquier reforma en un colegio y
aprobaba jacuzzis en las cárceles porque decía que él no iba a volver a clase.
Aplauden los exabruptos de un
gorila médico y los viajes de un picha floja porque ellos son chimpancés de la
política y flojos de la mente. Viven en
el sobresueldo y el absentismo y, encima, nos legislan para la transparencia.
Creo que estos aplausos los han
condenado para siempre y que el más absoluto de los fracasos cerrará, sin
piedad, sus enlodadas vidas.
¿Qué aplauden sus señorías?
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