Sonaron las doce campanadas de año nuevo, media humanidad
daba saltos por una alegría que nadie, a ciencia cierta, sabía a qué se debía.
¡Feliz Año Nuevo, decían! Haciendo sonar
matasuegras bajo una lluvia de serpentinas y atragantándose con los huesecillos de unas uvas mal digeridas.
Al día siguiente los bombarderos iban a seguir haciendo su
trabajo, dos millones de refugiados seguirían a la intemperie ante unas vallas
asesinas, subiría el precio de los autobuses y algún Subsecretario de Estado prepararía
el decreto de otros 10.000 millones de recortes. Pero la gente descorchaba el
cava y llamaba compulsivamente con su teléfono móvil.
Las promesas que se establecieron el año pasado yacían
incumplidas mientras la Tierra había girado sobre sí misma una rotación
completa. Algunos sólo era un año más absurdos, las arrugas de su cara era un
año más profundas y su hígado había
aguantado trescientos wiskis más.
Al final de este viaje de 360 grados, estábamos donde el año
pasado, con menos pelo y más feos ante el espejo. Sólo existen dos salidas: hacerse
el gilipollas total, celebrar las trasparencias de las presentadoras gilipollas
de las cadenas, también dirigidas a la gilipollez extrema o esperar que el
destino sea conducido con alguna inteligencia, propia o ajena, hasta el fondo del universo.
En el primer caso, cuando más te aproximes al chimpancé, más
feliz serás, de modo que te dará igual una cadena –de televisión o de la vida-
que otra. Sólo tienes que esperar la llamada del gilipollas de tu obispo o de
tu Presidente de Gobierno.
En el segundo, te verás y sentirás cada vez más solo/a. Ya
ni siquiera te consolará la poesía, ni decir que ese viaje alrededor de uno
mismo será otro regreso a Ítaca. Tus partidos, tus ideologías, o desaparecerán como
opciones electorales y todo lo decidirán los ocho tertulianos comprados (y
gilipollas), de una cadena mental en forma de grilletes de ondas televisivas.
Pero ya están ya creciendo los días. Cualquier día de estos
saldrás al campo y habrán florecido los almendros. En febrero la savia teñirá de
amarillo las mimosas y algo que comienza a agitar las gemas de los árboles
también subirá por tus piernas hasta alcanzar el paladar, y a partir de ahí
rodarán las horas.
Llegará el verano. Y las frutas. Y las horas de sol en la
playa. Y un atardecer eterno, donde al ponerse el sol dan ganas de aplaudir o
de escuchar a Bach, rajar una sandía o notar el perfume del mar, entre sal y
algas.
Puede haber un beso sobre unas sábanas frescas. Y entonces,
si, no ha habido que pedir ni a los dioses ni a los astros nada que ya no
tengas, que no merezcas. Entonces, no el año, sino el momento será feliz.
Y no será un golpe del destino, es que una multitud de
gilipollas estaba esperando que llegara otro 31 de diciembre.
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