Treinta y ocho años han pasado, treinta y ocho veranos, treinta y ocho largos inviernos desde que en un cálido día de junio, dicen, que se instauró la democracia en España. Es mentira. Aquella oligarquía que había sometido al pueblo a sangre y fuego, se hibernó, decidió larvarse y aparentar que aceptaba la “transición democrática” pero siguieron en sus cuarteles de invierno.
Hace sólo unos días se ha constituido la XI Legislatura y hay que verlos desafiantes, insultantes, autoritarios, refugiados en sus camadas negras. Cayetana, Celia, Pilar Cernuda, las editoriales del “ABC”, de “ La Razón”, de “El Mundo”, de “El País”, las tertulias de la 1 o de 13 TV, los programas de la COPE. Están ahí y son los mismos. Esta caterva espera que, como a Franco, sólo los juzgue la historia.
Les parece un crimen que una diputada dé de mamar a su bebé o temen una infección de piojos por el peinado de un diputado. Pero han estado ahí, viendo y alentando a un presidente de Gobierno mandando mensajes de ánimo a un delincuente. Amparando el mayor escarnio legislativo a los derechos populares. El retroceso imparable de libertades y derechos. Pagando la ruina especulativa de los bancos con dinero público robado a pensionistas, desempleados y prestaciones sociales, callados como lo que son, putos.
La caverna, adicta a la corrupción, no ha dicho nada. Ahora vulcanizan editoriales sobre el que la gente de la calle, sin corbata, con camisetas, con rastas, ocupe las tribunas pensadas para recoger la sociedad múltiple, diversa y real, la voz de los sin voz pero, su verbo se ha hecho corrosivo por el miedo de sus señores. De los banqueros propietarios de su caverna de medios, de su opinión y de sus vidas.
Desde esta altura de la vida uno vuelve la mirada y no encuentra en aquel espacio sórdido de la dictadura ningún valor de civilidad. Sólo miseria política, hambre y piojos, que, miméticamente, reaparecen con el miedo.
Los han visto en el hemiciclo, antes estaban en la calle o rodeando su parlamento de ricos y les ha entrado el terror. Con perdón, la cagalera. Este miedo, esta diarrea, se refleja en sus voces y plumas pagadas. ¡Están cagaos!
Su trascendencia son los criterios de amamantar, los trajes de los Reyes Magos, el mal olor que soporta una alcandora facha o los posibles piojos de un ingeniero químico. El que se robe por quilos, se cobren comisiones, se escondan en sociedades pantalla en las Antillas Holandesas y se tapen detrás de una columna, no tiene ninguna importancia.
El día en que enterraron a Franco, tras la llamada de un amigo, abrí una botella de coñag que creí que era el mejor que podría comprar, y de madrugada, en la cama, alcé mí copa hacía el futuro. Cuarenta años han pasado. A partir del momento en que una losa de mil kilos cubrió los despojos del dictador, sus descendientes se quedaron sin dialéctica, sin argumentos, juntan letras, reunidos en una caverna y siguen anclados en la voluntad del tirano.
Están preocupados por los piojos que les pueden contagiar. Sin darse cuenta que ellos mismos, son el contagio.
Ellos, son los piojos
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