Querían que no nos diéramos cuenta. Querían que ignoráramos su cruenta
bacanal. Querían poner sordina a sus crímenes diarios.
Habitan en el paroxismo. Habían robado y echado de sus casas, de sus
hogares, de sus intimidades sagradas a 400.000 personas. En esta orgía de la
usura, la sangre, la vida, el ser humano, caía cada minuto, sin abstractos.
Pero ellos, y sus testaferros, y sus leyes medievales, los disfrazaban de
“suicidios”.
Y eran crímenes. Crímenes hipotecarios, crímenes bancarios, crímenes de
sobre, crímenes suizos, crímenes de
estado. De cada día, de cada hora, de cada minuto.
El viernes cayó Rafa. “No tengo
donde echar mano”, decía con una mano en el cuello premonitorio. El sábado la muerte asesina se asomó en Basauri. El martes, esta bacanal de horrores, nos
vistió de doble luto en Calvíá. Y
el miércoles en Alicante.
¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuantos?
Nuestro proyecto de nación, de estado, de civilidad, se ha demostrado
inútil. Un gobierno, un legislativo, una
justicia, una organización civil que abocan a un colectivo de ciudadanos a la
desesperación, a la angustia mortal y al homicidio por inducción, y que están a punto de ignorar una sangría humana de este calibre, no merece
otra cosa que su desaparición en lo que realmente son: la nada.
Si de este pozo de indecencia moral, si esta sima de la inutilidad del
contrato social, no salieran las voces y la humanidad necesaria
para impedirlo, dos millones de seres se quedarían sin vivienda en los próximos
años, para engordar la mercancía grasienta de unos bancos quebrados por incapacidad
mental, inutilidad e ineficacia, a los que todos, con el respaldo de unos
sicarios, colaboradores necesarios de una burla a la ley y a la vida , pagamos
sus burbujas fallidas, las pensiones
multimillonarias de sus delincuentes de moqueta y despacho y las reuniones vergonzantes de sus consejos
de administración en islas paradisiacas.
La vida humana sin valor ante la rapiña, la corrupción abyecta y el crimen
organizado desde los consejos de administración.
Nos sobran sus leyes, sus parlamentos, sus vergonzantes sueldos y
declaraciones de renta, su estilo de vida y de hacer política, sus infinitas
corrupciones, sus cuentas en Suiza y su
palabrería huera del sacrificio y el esfuerzo común, sus gominas y sus corbatas verdes.
No hay duda. Esto se resuelve en la
calle. Además de nuestros muertos, de nuestra sangre derramada, por la vía de
la dignidad asesinada y pisoteada, podemos demostrar a todos los que quieren
confundirnos que, aun sabiendo que los bancos y los banqueros también son
combustibles, nuestro fuego, nuestro mensaje, se apoya tanto en la vida como en
la justicia.
¡A galopar, a galopar, hasta
enterrarlos en el mar!
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