Frente al portal de la mansión
donde vive el Fiscal esperaba un furgón policial a las nueve de la mañana. El
país empezaba a esta totalmente colapsado y las emisoras de radio seguían
pronosticando el caos para el resto de los días. El Fiscal había intentado
llamar infructuosamente a “su” autoridad desde la madrugada. Pero las noticias
eran alarmantes. Una rebelión de jueces y fiscales había dado un golpe de
estado. Él era acusado como prevaricador mayor por atribuir delitos
manifiestamente injustos y por llevar a prisión a personas inocentes en
connivencia dolosa con una jueza de su misma ideología. Rebelión, sedición, y
una decena de delitos inventados, frutos del odio y la xenofobia, a mayor beneficio de una organización para
delinquir, que adoptaba el falso nombre de “partido”. “Popular” por más señas.
Los servidores del nuevo orden
aporreaban su puerta. Las televisiones de un nuevo abril de claveles en las
bayonetas anunciaban detenciones y dimisiones. Algún informativo inconexo
hablaba de la ilegalización fulminante del partido supercorrupto que gobernaba.
De la detención de su barbudo líder, que trotaba aquella mañana por el césped de
su residencia monclovita.
El atasco general se producía en
las nuevas avenidas. Unas alamedas de libertad por las que huían despavoridos
los rompedores de discos duros, los cobradores de sobres, los administrativos
de las cajas B, los recortadores de la sanidad, la educación y las pensiones.
Ante semejante estrépito, los coches
bloqueados se hacían trabajosamente a un lado, los guardias le franqueaban
todos los cruces y, tragándose semáforos rojos, a través de la inmensa
barricada del tráfico volaba el furgón con el Fiscal detenido. Iba hacia la misma cárcel en que le esperaba
un antiguo fiscal anticorrupción, reprobado como él.
Los expertos afirmaban que esta situación duraría
varios días. Y que sus efectos depuratorios podían durar años, y que, tal vez, obligarían
al exilio a alguna autoridad que hacía discursos por Navidad. En este momento
sonaban otras sirenas, destellaban ráfagas amarillas los capós de otros
furgones con detenidos. En ellos podían viajar vicepresidentas, portavoces con
el aguilucho encima y periodistas comprados por el “oro de Panamá”. Otros
importantes miembros de aquella “cossa nostra” que habían expoliado al país
durante décadas y que habían podrido hasta las fuentes de los jardines.
Trotaban los ladrones por
Pontevedra queriendo escapar de la ira justiciera. Las riberas y los “riveras”
cómplices necesarios, echados en las parihuelas del delito…
Muchos donantes de la caja B, adinerados,
prohombres de la política o fachas relamidos huían en alocada desbandada, enrollándose
con las banderas de las terrazas. Al final de una avenida, apareció.
El signo
justiciero. Unos soldados arrastraban un pesado artilugio. Algunos le llamaban:
guillotina. Venía desde los Campos Elíseos y tenía mucho trabajo por delante.
¡¡¡Más dura será la caída!!!
NOTA.- Cualquier parecido con la realidad
no es coincidencia, es verdad.
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