Había una vez un mundo lleno de vacas. Que daban mucha leche
y anhídrido carbónico. Los dueños de las
vacas querían que toda la leche, o el dinero de su venta en el “mercado”, fuera
para ellos, pero entonces los vaqueros –los que las cuidaban, alimentaban u ordeñaban- se organizaron.
Hicieron partidos políticos y sindicatos y consiguieron
trabajar –ordeñar- sólo ocho horas al día, descansar los fines de semana, tener
derecho a vacaciones pagadas y justas pensiones de jubilación.
Los “lecheros”, ante el temor de no ordeñar a sus vacas o no
vender la leche de estas, parecieron ceder. Pero en realidad no era así. Se
inventaron palabrejas como la “globalización de la economía”, la “deslocalización”,
el “neoliberalismo” y partidos trampa, llenos de lecheros y banqueros corruptos,
que consiguieron desmovilizar y engañar a los pobres vaqueros.
Prometieron bajar el precio del yogurt y lo que hicieron fue
privatizar la mantequilla, quedarse con las tetas gordas y embistieron con sus
cuernos –los suyos y los de sus vacas- a los pobres vaqueros que se quedaron
sin derechos, en paro o emigraron a países donde ataban a las vacas con
longaniza y daban créditos de usura a las vaquerías sin pienso.
Tanto estrujaron a las vacas y a los vaqueros que un día, hambrientos y desesperados, estos acordaron una medida excepcional: ordeñarían
todos a la vez a las respectivas vacas y dejarían derramar su leche –la buena y
la mala- por todos los establos y bancos del mundo
Una corriente blanca inundó el globo, cubrió todas las
montañas, troikas, bolsas y primas de riesgo del planeta y sólo se salvaron Veroufakis-Noé
y su arca de dignidad. Perecieron, hechos margarina o batidos de fresa-euro, Ángela,
Lagarde y Rajoy, con todos sus filisteos.
Moraleja: Cuanto más se estruja una vaca más posibilidades
hay de que explote. O reviente.
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