En septiembre de 2010, el
profesor de Derecho Civil de la
Universidad de Córdoba, Antonio Manuel Rodríguez, denunciaba en un brillante
artículo la inmatriculación o registro a su nombre efectuado por la Iglesia de
la Mezquita y Catedral de Córdoba.
Refiriéndose a la Iglesia
Católica decía: “Su último asalto fue la inmatriculación registral de la Mezquita y
Catedral de Córdoba, amparada en el artículo 206 de la Ley Hipotecaria,
reformado por Aznar con la intención de equiparar a la Iglesia Católica con la
Administración pública. Un escándalo monumental que vería hasta un ciego sino
fuera porque esta ciudad hace siglos que enfermó de cataratas.”
Anoche, el programa de Jordi
Évole, “Salvados”, volvía a incidir en el tema, aunque con carácter general a
su incidencia en todo el país. Quedamos
informados que desde 2007 la Iglesia ha registrado a su nombre más de 100.000
propiedades, y no solo lugares de culto, sino santuarios, monasterios, huertas,
pisos, casas y hasta viviendas de maestros. Con un simple costo registral de 20
euros por acto y una certificación de un simple deán la Iglesia ha rapiñado y
se apropiado para si del mayor patrimonio inmobiliario existente en nuestro
país, incluyendo el del Estado.
Estamos ante el mayor latrocinio de
la historia de la humanidad, perpetrado, ante nuestras propias narices, en
detrimento de nuestro pueblo y con la colaboración necesaria de los poderes
públicos. Especialmente de los últimos presidentes, Aznar y Zapatero.
Una institución que no paga un
céntimo en impuestos, que recibe una asignación directa del estado de 10.000
millones de euros anuales, sin atisbo ninguno de reducción o recorte, cuando al
mismo tiempo desaparece la sanidad o la educación pública nos atraca con casos
especialmente sangrantes, como la de atribuirse inmuebles que los ciudadanos
han fabricado, reparado y mantenido hasta el último momento, o que simplemente eran
bienes públicos sin registrar.
Somos un país realmente desgraciado.
Tenemos la derecha más reaccionaria e incívica que conocen los tiempos y una
jerarquía eclesiástica codiciosa, insaciable y voraz, en la que prevalece el
poder sobre la gloria, el oro sobre el
valle de lágrimas y la injusticia sobre la caridad.
El portavoz del arzobispado de
Navarra lo dejó anoche bien claro: ¡Esta Iglesia es única!
Como el vellocino de oro, añado yo.
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