viernes, 23 de marzo de 2012

Gobernaba Franco y se murió




Navego entre la noche y el insomnio con la cabeza zarandeada por las noticias del día. Trato de evadirme de la angustia y regreso a la feliz mejilla de la infancia, a la primavera de naranjos en flor que viví en mi ciudad natal y que se me ofrece como un salvavidas frente a la mezquindad  de actores forzado de lo diario.

En las tinieblas de alguna madrugada, confundidos como fantasmas, veo a los maridos de Soraya y la Cospedal estrenando sus cargos, el fragor de esa “reforma laboral” de la derecha revanchista, retrocediendo en el tiempo y en su túnel, al ectoplasma de la Aguirre, pavoneándose como una chulapa de chotis.   Y a un Rajoy, indefinido, que me recuerda en sus rasgos a un cantante juzgado por pederastia, y así, hasta el naufragio final de cada desvelo.

Yo era un adolescente feliz que iba con trenca, barba y megáfono, con el verbo prestado de Marcelino y Manolo Rubia, de asamblea en asamblea, una honda y sentida batalla que ganamos entre bocadillos y amnistías y puedo ser un jubilado sin pensión, que repague sus medicamentos y hunda el peso de la memoria en una mayoría absoluta tan corrupta como retrógrada.

En el duermevela descubro señoritos andaluces a caballo, compañeros del alma de presidentes con palacetes con grifería de oro. Tan ladrones y corruptos como los mejores chorizos valencianos. Fascistas de tomo y lomo convertidos en concejales de hacienda y paladines del “partido de los trabajadores”, a una muchedumbre de siete millones de parados asistidos por Cáritas y orlados con una gaviota.

Huyo y vuelvo a aquella canción almibarada de un grupo musical cercano a la UCD: “libertad sin ira”. Debimos tener ira, e iracundos,  haber mandado a un lugar cercano al infierno a aquella camada de franquistas que hoy ha resucitado y que mienten más que hablan y gobiernan.

La oscuridad es larga. Tan larga como su mayoría de los pocos que votan. Antes de que amanezca quemaré en esa fragua a esos fantasmas mediocres y a los guardias civiles con tricornio de mi niñez, rufianes de cualquier tiempo, que asisten a mesas redondas en las que se debate la metafísica del trinque, el discurso de la mentira y el remedio del paro de los maridos de las ministras.

Casi amanecido, exploro las tinieblas del tiempo presente, y, bajo el sudor, la proximidad de abril trae un eco de todos los azahares de mi infancia. Gobernaba Franco. Y se murió.


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